Con gran incertidumbre sobre el futuro de sus personajes y las expectativas que despertó el anuncio de uno de los productores de The Walking Dead, Robert Kirkman, sobre el cruce inminente de ambas historias, finalizó la tercera temporada de la precuela de una de las series más populares de todos los tiempos: The Walking Dead. Madre, hija e hijo son los personajes principales, acompañados por un afroamericano y un latino que sobreviven desde la primera temporada: el sorprendente Rubén Blades y Colman Domingo. Ya sin el shock que les provocó la catástrofe zombie, los personajes fueron delineandose como representantes de distintos subgrupos, más que como identidades propias e independientes.

Así, Alice y Nick (los hijos) son las expresiones de las nuevas generaciones, un mix entre las llamadas Z (totalmente de este siglo) con los Millennials (nacidos en los 90 y ya, como gusta decirse, nativos digitales). Con sus matices, claro. Ella una chica común de clase media: o sea, una que a fuerza de decepciones de su madre con los hombres en general y las propias al ver que ninguno respondía a lo que la cultura imperante le había inculcado, se ha convertido en el verdadero sostén afectivo del núcleo familiar que mamá Madison había armado con su nueva pareja (el injustamente salido de escena Travis, Cliff Curtis). Ahora es la mujer más fuerte de todas, pese a que mamá Madison está dispuesta a mostrar que ella lo es más, lo que la lleva a incurrir en conductas poco beneficiosas, precisamente, para quienes dice defender: sus hijos. Alice entonces se convierte en el personaje más querible -también el más apetecible sexualmente, tanto por varones como por mujeres-, y Nick, el que más compasión despierta debido a su adicción a la heroína, que ante la amenaza zombie, suplantó por otras como matar zombies metiéndose entre medio de ellos o adoptando otras conductas de riesgo. Sin embargo, como su hermana, busca un tercer camino a eso de que hay que imponerse por la fuerza o dejarse llevar por ella; pero a diferencia de su hermana, funciona como el vengador generacional contra esa idea que esas generaciones consideran perimida: de ahí su lugar siempre oscuro, remiso a los favores mediáticos, podría decirse; es el que dice, como aúllan muchos de los jóvenes hoy: o nos hacen un lugar, o no hay lugar para nadie. 

Madison es la mujer de 50 años según el audiovisual de los últimos tiempos: nacida y criada en pleno siglo XX, las habilidades aprehendidas entonces ya no son aptas, y su reconversión no fue todo lo eficaz que creyó (y sobre todo quiso). El mando sobre sus hijos es débil, por eso trata de imponerse brusca y a veces violentamente. Sin embargo en algún lugar es conciente de que su tiempo ya pasó: de ahí la vehemencia con que intenta “proteger a sus hijos”; pierde de vista, en esa vehemencia, que antes que por protección ellos claman por ser escuchados. Por último, quienes rodean a esa familia no casualmente de padre ausente (por más que haya estado Travis): un negro y un latino en cada una de las temporadas; un indio en las últimas. Representan, puede decirse, las comunidades que están en pie de igualdad entre ellas aunque un escalón abajo lo que la televisión norteamericana considera un americano medio: primero caucásico y luego protestante. De alguna manera a ellos les corresponde hacer la serie más sucia y menos amable en cuanto a las opciones que les dejan a sus protagonistas: tratando el inicio del apocalipsis zombie, Fear… da cuenta de la emergencia de un mercado ilegal de todo objeto que sea susceptible de ser transable (partes del cuerpo incluido), a diferencia de Walking…, donde lo avanzado de la epidemia lleva las cosas a un estadío más atrás en la historia humana, esa que estaba relacionada con los primeros hombres sedentarios. Fear es el tiempo de una decadencia civilizatoria, y como tal está llena de cosas poco agradables a la media urbana de hoy.

Esa oscuridad también la hace menos aventurera. En Fear… no parece tan lindo eso de la hecatombe zombie; no nos vuelve a acercar a otros que consideramos pares, como en Walking; volver a ser una familia, por así decirlo. Acá cada uno está solo, por su cuenta, por más acompañado que esté: es la unión de la desesperación, como en la familia moderna; lejos de esa idea de volverse a encontrar con uno mismo para poder encontrarse con los demás.