Compositor prolífico, artista de la palabra y performer abrumador, construyó un género propio, inconfundible y desafiante. Su prematura muerte constituye una pérdida irreparable.
“La vida no sobra. La muerte nos obra. Una flecha partió la cuerda del reloj. Hicimos el nido en el árbol prohibido, en la rama del gato más feroz dimos a luz…”, escribió en «La silla de pensar», el tema que abre El lapsus del jinete ciego. La muerte obró y clausuró un frenético camino de producción y belleza. Todo lo que tocaba lo convertía en reflexión y cuestionamiento, ya desde los títulos de sus obras. Como la ópera de cámara Este grito es todavía un grito de amor, que hizo junto a Rubén Szuchmacher y Juan Carlos Tolosa, o canciones como «Soy todo lo que recuerdo», «El amor no se hace» y tantas más
Se sabe que Gabo Ferro agitó fuerte la escena under de los ’90 con su feroz grupo de rock Porco, que sus actuaciones eran tremendas performances con movimientos espasmódicos sobre una silla de ruedas, vómitos de sangre, gritos desaforados y variopintas escatologías. Se sabe –es, ya, una leyenda– que un día dejó el micrófono en el medio del escenario y se alejó del rock por siete años. Entró en un claustro académico, se volvió silencioso, como consternado y circunspecto –lo llamaban «El mudo»- y salió recibido de profesor y doctor en Historia, con medalla de oro de la Academia Nacional de Historia. Se saben muchas cosas de Gabo: sería extenuante enumerarlas. Pero en realidad su existencia ha sido un enigma. ¿De dónde salió" layout="responsive" width="1" height="1">
Fue, en esencia, un amante del trabajo en colaboración. Era usina y esponja. Se reía de quienes lo tachaban de prolífico como si fuera una acusación y defendía su condición de rocker hiciera el género que hiciera. “¿Quién de nuestra generación puede salirse del rock? El rock es hermosamente complejo, contradictorio, confuso. En lugar de envenenarse y reventar se nutre de eso mismo y se reconforma. Cierta intelligentzia decreta qué es o no es rock, si vive o ha muerto. Que jueguen si quieren en el bosque de lo teórico mientras los lobos cargamos nuestros instrumentos y nuestros cuerpos de aquí para allá con la canción que se nos cante y cómo se nos cante cantarla. No necesito que nadie me autorice, me habilite o me entregue credenciales”, se plantaba.
A meses de la muerte de Rosario Bléfari, es complicado delimitar el vacío que deja Gabo. Fue, como Bléfari, más que un cantante, un músico o un compositor, una respiración. Su manera urgente de crear –una urgencia que no soslayaba la calidad- constituyó una obra inmensa, para descubrir y redescubrir con paciencia. Es una jungla a transitar. En esa obra la muerte fue una constante; la muerte y sus variantes: los espectros, la nada, el silencio. Se movía cómodo en el territorio de los mitos y las leyendas. En aquellas instrucciones gastronómicas fantásticas había escrito: “Cuando asome la cola la sirena sentarse en la alacena con los gatos detrás de las conservas. / Verla tomar confianza entre los desperdicios. / Escuchar lo que cuenta a los atunes. / Mirarla cómo llora frente a cada retrato / Cómo vuelve a los pozos”.
El Más allá de Gabo Ferro debe ser un océano de sirenas, lágrimas frente a los retratos. Debe ser una eternidad de palabras: carpinteros, costureras, enamorados, jardines, zapatos. “Dios me ha pedido un techo / Cansado de todo ese cielo, de no tener nada encima del lomo, de no tener nada, de tenerlo todo. / Dios me ha pedido un beso”, escribió en una canción de «Todo lo sólido se desvanece en el aire». Hacia allá fue, a cumplir con el pedido celeste. Aquí en la Tierra surcada por la peste nos dejó vacíos, tristes, sin palabras.
Gabo Ferro. 6 de noviembre de 1965 – 8 de octubre 2020. «
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