En Plumas Verdes la sudestada no alcanzó el casco principal. Horacio Guarany –88 años para 89– acciona el portón que permite la entrada a su estancia de Luján y ahí nomás arranca con su clásico verdugueo. Una suerte de chanzas, puteadas y gastadas amistosas que va mechando con sonrisas socarronas y más de un consejo sabio que suelta con naturalidad. “Soy muy nervioso, he pasado muchos momentos difíciles en la vida que me han desequilibrado el sistema nervioso. Por eso las risas, las palabrotas. Es mi forma de descargarme”, explica (no hacía falta, de todas maneras) esta leyenda viva del canción popular argentina; peregrino de la guitarra al hombro y del monte hecho canción.

“No voy a decir un desquite, una venganza o una deuda porque puede caer mal, pero después de aquellas películas siento que merecía esta vuelta”, señala respecto a El grito en la sangre, la película de Fernando Musa (director de Fuga de cerebros, de 1998, y NS/NC, de 2002), que significa el retorno del cantor a la pantalla grande luego de su paso intenso pero fugaz con Si se calla el cantor (1973) y La vuelta del Martín Fierro (1974), ambas de Enrique Dawi. “Yo no precisé hacer ese personaje. Yo me sentía el Martín Fierro. Estaba totalmente seguro de cómo caminaba y de cómo hablaba”, recuerda de su gran interpretación del gaucho de José Hernández.

Ahora, con El grito en la sangre, Guarany vuelve a calzarse el poncho. Esta vez, para interpretar con maestría a un capataz de estancia que cobija paternalmente a un joven muchacho (“un paisanito”, en sus propias palabras) que busca vengar la muerte a traición de su padre y cumplir con el mandato familiar. De lo contrario, el alma paterna vagará sin descanso. Y con ella, la culpa de Cali, el paisanito en cuestión, que durante el transcurso del film (una verdadera aventura con todo lo que la gauchesca debe ofrecer: escenas de doma, duelos en la pulpería, sentencias para el recuerdo, romance de campo y mucho tranco a caballo con la pampa de fondo) demostrará que el diminutivo le queda chico.

“Fue increíble lo que hizo este Abel Ayala”, se entusiasma con el protagonista (conocido también por haber hecho antes El Polaquito), que brilla con su tono humilde y enternecedor. “Diez días antes de filmar no sabía andar a caballo. Entonces lo llevé a una estancia y se quedó a vivir. Una semana después, ¡montaba más que (Irineo) Leguisamo!”, celebra. Y lo mismo con la manera en que conquista al personaje de Florencia (Otero). “Cómo le habla, con qué humildad. Y sin caer en el cocoliche. ¡Es bien auténtico!”

Con muy buenas actuaciones de la propia Otero (como la bella y pícara hija del estanciero), Emilio Bardi (el malogrado padre de Cali) y una participación especial de Ulises Dumont (ver aparte), Musa logra un “western gauchesco” que es la gloria: un relato clásico digno de John Ford, con toques a lo Leonardo Favio, como hacía años no se veía en el medio local. “Cuando San Luis Cine aceptó mi proyecto de adaptar al cine mi novela Sapucai –cuenta Guarany– con mi mujer un poco nos desorientamos. ¿Y ahora qué hacemos?, nos dijimos. Por suerte lo fui a ver a Favio, amigo mío de toda la vida, y le dije: ‘¿Te animás?’ ‘Estoy jodido’, me dijo. ‘¿Pero por qué no lo llamás a Fernando Musa? Él te va a poder hacer una gran película’. Y la verdad que no se equivocó.

–Viéndote en la pantalla grande es inevitable encontrar cosas tuyas en el personaje. Por ejemplo, la manera paternal en que aconsejás a Cali, el protagonista. ¿Es así?

–Cuando estás enamorado no pensás las palabras sino que brotan y salen solas producto de esa armonía, de esa vibración que tiene el amor. En la película me pasó lo mismo. Yo no actué. Hice el personaje que fui toda la vida: un hombre de campo, que se crió entre caballos. Entonces, me daban el diálogo y me salía todo natural.

El autor de “Guitarra de medianoche” se entusiasma con una tipología del hombre del campo que la película acierta en retratar en sus tonos y miradas. Y agrega: “Yo, por ejemplo, sé cómo se sienta un hombre de campo: con las piernas abiertas, porque sobra espacio; y mirando lejos, porque no se corta el horizonte. También habla fuerte, porque te habla de lejos, y con frases cortas, sentenciosas, como le enseñó su contacto con la naturaleza.”

–¿Y cómo ama ese paisano?

–Depende. Tengo una canción que dice: “Era verano en Tucumán y yo te amaba como se ama en el norte: sin apuro…”, pero también otra del Chango Rodríguez: “Yo vengo del lao de Oruro, del pago de la Diablada, adonde uno se enamora… de las mujeres casadas” (risas). El hombre ama en todos lados. Por supuesto que el hombre de campo es más respetuoso. El de ciudad es más atrevido y directo. Usa otro lenguaje. Y la mujer misma acepta eso. En el campo, en cambio, la mujer es más recatada. Y por las costumbres. No porque sean mejores o peores.

–¿Sos feliz?

–Sí, tengo la obligación de serlo. ¡Si estoy viviendo! Pasé mucha miseria, muchas prohibiciones, sufrí mucho. Pero mirá la vida que tengo ahora. Con la mujer más increíble y con todo esto que me rodea. Si es por mí, me metía en un ranchito, pero ella no me deja (risas). Entonces, no me queda otra que ser feliz. Aunque también estoy muy triste porque tengo 88. ¡Y es tan linda la vida! ¡Quiero hacer tantas cosas! Y yo sé que la flaca me está esperando con la guadaña… Es lógico.

–Bueno, que espere sentada porque no hay tantos que lleguen vitales a tu edad.

–Sí, pero porque odian. Y el odio mata. Es cicuta que destruye al hombre. El odio, la venganza y el resentimiento: matan. Cuando te enojás te clavás puñales a vos mismo. No hay que odiar. Hay que perdonar a todo el mundo. Por supuesto que el que comete un delito debe ser castigado. Pero sin odio. Hay que reírse mucho. La risa espanta todos los venenos. “Tirá buena porque vuelve” (risas). Hay que ser generoso. Cuando puedo dar soy el tipo más feliz de la vida.

–¿Cómo fuiste como padre?

–Como dice Landriscina: “No fui un buen padre, fui un padre bueno.” Tan bueno que cuando mi hijo decía que no quería ir a la escuela, yo le decía: “Y bueno, si no quiere ir, no vaya”. La madre fue la que los crió. Y menos mal porque sino hubiera arruinado su educación. Cuando ves que tu mujer es una madraza, lo mejor es no meterse.

–¿Qué lugar pensás que ocupás en la memoria popular argentina?

–El de ser tipo muy querido. El otro día fui a Tucumán y en la puerta del hotel había un montón de pibas y pibes esperándome. Me siento querido. Y eso me enorgullece. Creo que Guarany es un gran tipo que en el arte no miente. Y si miente, es porque se equivoca; no porque quiera mentir. Un tipo que logró la maravilla de ser reconocido en todo el país y en muchos países como un autor y un cantor. Eso me gusta, claro. Pero no hace sentir más que otros. Aunque ojo: cuando tengo que demostrarlo sí. Ahí digo: pará, yo soy esto. Conmigo no te metás. Pero si nadie me provoca, no pasa nada. Muchísimos me han ayudado en esta vida. Porque uno no inventa nada, simplemente recibe para después dar.

La infancia: “Yo me crié de prestado”

Cali, el protagonista interpretado por Abel Ayala, es un paisano que se hace hombre a la fuerza. En su carácter, ¿tiene algo del joven Guarany? “Es otra cosa”, dice. “Pero sí tiene algo de la tristeza, del desválido muchacho del campo. Por ejemplo: yo me crié de prestado. Conmigo éramos 14 hermanos viviendo en el monte. Mi padre era un indio y mi madre una linda gallega. ¡Qué otra cosa iban a hacer que tener hijos! Por eso, cuando La Forestal quebró y quedó toda la gente en la calle, nos vinimos a Alto Verde, una isla. A las muchachas mi madre las metió de empleadas, sirvientas, y a los muchachos, en donde pudieran. Hasta que ella pudiera armar su rancho, que iba armando con maderas de los cajones del puerto. A mí, como tenía siete años, me metieron en un boliche para hacer despacho de bebidas. Ahí atendía a los borrachos y a las convidadas y me fui haciendo hombre”, cuenta, con picardía.