“Hay dos clases de mujeres -dice Jackie-: aquellas que quieren poder en el mundo y aquellas que quieren poder en la cama. ¿Con qué me quedo ahora, cómo me verán los hombres?” son las preguntas que la Jackie que descubre Pablo Larraín no se puede responder, porque más que a su esposo, con John F. Kennedy, Jackie perdió la vida misma.

Esas y otras preguntas y sentencias que aparecen en el reportaje que Billy Crudup le hace a la ya viuda madre de los hijos de John Fitzgerald Kennedy son la excusa para que Jackie haga un raconto de su vida como Primera Dama y mujer del clan Kennedy; lo hace con la primera perspectiva luego de ese 22 de noviembre de 1963 que cambió su vida para siempre.

Luego de su elogiable Neruda, Larraín parece haber encontrado en un tramo -a veces muy breve, como en el caso de Jackie- de la trayectoria de una personaje público, todos los sentidos que fueron capaces de desplegar en su vida entera. Una forma más que novedosa de hacer lo que desde la jerga especializada se llama biopic, que por lo general explica al personaje a partir de un contexto, y en especial uno particular, personal. Larraín parte de la singularidad que esos personajes supieron darle al mundo para entender el mundo que los hizo posible, ese toque de distinción que los hizo faro de otras vidas que encontraron en esa singularidad, sentido a sus propias vidas. No es tanto lo que separa a los “especiales” de los “comunes”.

Así, Jackie es la mayoría de las mujeres urbanas de Occidente de su época: una mujer puesta al servicio del varón, servicio en el que encuentra su sentido. Un servicio personalizado en el que terminaba haciendo entender al varón que él no era por sí sólo, y menos lo seguiría siendo si osaba cruzar ciertos límites en esas reglas de dominación. Lejos está Larraín de afirmar que detrás de todo gran hombre hay un gran mujer; siquiera lo sugiere. Intenta, y en muy buena medida lo consigue, entender desde el hoy los valores y talentos de alguien que en buena medida tuvo que renunciar a explotarlos abiertamente (o sesgarlos), para que otro, un varón, triunfe. No niega la asimetría en la relación, pero la pone en términos de un valor que por lo general las biopics desconocen: lo atribuyen a parámetros más propios de los tiempos en los que se realiza el film o a lo que suponen que habría que hacer desde el lugar privilegiado que da la realización, mas no desde lo que estaría más cercano al punto de vista del protagonista en el preciso momento que está siendo protagonista.

Por eso hay relevancia -fílmica e histórica- en el cambio de alfombras de uno de los principales salones de la Casa Blanca que desde Lincoln -también por iniciativa de su mujer-, no se renovaban: Jackie fue una innovadora en el diseño del vestuario femenino, lo sería también, de haber tenido más tiempo, en el de la decoración de la casa (ese sitio privilegiado, el diseño, de la modernidad más reciente). Esa mujer con tiempo libre (símil del ama de casa de clase media que con la adquisición de todos los productos de línea blanca consigue tiempo libre para sus inquietudes, que después la van a llevar a otros descubrimientos, que la van a llevar…), además de dedicarlo al croché, lo dedica a modificar visualmente lugares que ven los hombres, y que al ver, hablan de ellos. En cierto desdén de John hacia esos cambios también está la admisión de ese lugar de relevancia que va ganando lo hecho por las mujeres.

Frente a esos y otras iniciativas -en especial la de imponer el tipo de ceremonia de su funeral -los hombres del film acusarán a Jackie de vanidad. No tuvieron en cuenta que tras el asesinato de John, esos arrestos de vanidad serían los que harían de la presidencia de Kennedy más de lo que su presidencia fue. Como recuerda Jackie: los derechos civiles de la comunidad negra no estaban en los papeles de su marido por falta de apoyo parlamentario, y la iniciativa del llegar a la Luna fue más que nada un dream: una forma de esperanzar a la gente de que a sus hijos no se los iban a comer los comunistas.

En la preocupación de Jackie por la ornamenta Larraín percibe el comienzo del uso del poder simbólico como un factor fundamental en la construcción de poder real (parecida es su preocupación cuando se ocupa de Neruda). Ya no se trata sólo de economía y progreso material, es necesario también que la gente sueñe.

Apelando a conmover desde un impacto moderado antes que desde el efecto o desde la inteligibilidad racional, Larraín hace de esa mujer devastada tras el asesinato de su esposo, una figura fundamental en la historia contemporánea de Estados Unidos. “Usted dejará una marca en este país. Perder un Presidente es como perder un padre y usted fue como una madre”, le dice el cura de cabecera de la católica familia Kennedy. Jackie tiene conciencia de la historia por intuición y en cierta medida por venganza: quiere dejar constancia de todo su sufrimiento por haberse convertido en una Kennedy, y ahora exige un funeral a su manera: que todos los mandatarios que asisten caminen a su paso y por detrás de su línea; que sus pequeños hijos estén en el entierro de su padre. En esa posición de terquedad y resistencia al mandato masculino, construye, sin querer, una nueva era en el poder de los símbolos; una altamente mediatizada y en tiempo real -el entierro fue transmitido en vivo, y el filme toma algunas imágenes-, toda una novedad de la que nadie, y es probable que menos ella, tiene conciencia del mundo que inaugura.

Jackie, a su manera, le dice a sus compatriotas que lo que las marcas simbolizan, lo que su logo simboliza, serán más importante que el producto que identifiquen. Una proeza de la que la historia aún le debe un reconocimiento.