Sin aliento significó el inicio de la modernidad cinematográfica. Todos los temas que las décadas del siglo XX, y hasta comienzos del siguiente, pondrán al debate público -incluso casi todas las formas de esos temas-, están condensados magistralmente en este film del creador que a los 91 años, residiendo en Suiza, eligió el suicidio asistido para finalizar su vida.

Fue en 1960, pero el mundo se empezó a enterar unos años después: todo lo que Jean-Luc Godard consigue hacer y transmitir en esa película, una buena parte de la humanidad -la occidental, la que en ese momento era capaz de dotar de sentido- lo reconocerá como totalmente normal, casi natural, en la última parte de la década. Una vida no planificada (como el propio film, rodado prácticamente sin guión), porque la abundancia manda y siempre algo o alguien proveerá (para los hombres); mujeres como el personaje de Patricia (Jean Seberg), que ya no tienen como prioridad la búsqueda de una pareja para armar una familia, porque después de Simone de Beauvoir es posible planificarla, así que mejor estudiar que seguir a un aventurero, por más que tenga el encanto de Michel (Jean Paul Belmondo). O la policía vista exclusivamente como un miembro del aparato represivo del estado, a tal punto que el único muerto en el film es un agente de tránsito al que mata Michel casi sin querer y la estética como mandato (estar arreglado para ser bien visto por la mirada que interesa se convierte en un imperativo). La reflexión existencial como parte de un cotidiano abrumador: qué hacer y para qué, de dónde se viene, a dónde se desea ir, cómo son las relaciones humanas o cómo gustaría que fuesen.

Después, en la película hay un ritmo narrativo sorprendente, tiempos muertos desconocidos, actores no profesionales que arman escenas como cualquier otro, exteriores constantes que emparentan el cine con la vida misma. Nunca antes se había visto esa combinación de frescura y vitalidad en un film, pese a que el Neorrealismo italiano, por ejemplo, ya había sacado «el cine a la calle» para mostrar la realidad. Pero Godard venía a decir que la realidad es también un espíritu, un deseo, una sensación, un sueño, una estética, una posición política, y que todos estaban hechos por humanos que, al producirlo, lo modificaban y eran modificados. No había destino pese a que el cine norteamericano, después, quisiera buscarlo. En 1964, Macha Méril, la protagonista de Una mujer casada, filme del director de ese mismo año, resumía: «A él le daba igual el cine. Entendió la fuerza de las imágenes, entendió hasta qué punto era posible usar el cine como instrumento de rebelión, de revolución. Se consideraba un agitador más que un cineasta”.

Luego vinieron más de 120 títulos incluyendo cortos y documentales, 76 nominaciones a premios, 51 galardones. También siguieron sus escritos críticos y ensayísticos sobre el cine y los distintos tipos de relaciones que establecía con los otros lugares de la vida en los que nos conformamos como personas, y hasta como seres. Y el amor y casamiento con la actriz danesa Anna Karenina (1961), con la que hizo siete películas, entre ellas la hermosa Vivir su vida (1962) en la que profundiza sobre «una nueva mujer» que el mundo aún no alcanzaba a ver. También vino el maoísmo y la militancia en el Mayo del ‘68 y sus estelas, y se fue el maoísmo y bastante la militancia.

Lo que nunca se escapó de él fue la experimentación. Godard consideraba que todo y cualquier cosa debía ser contado y dicho por el cine porque era el lenguaje del siglo XX -y especialmente de la modernidad tardía-, como el teatro lo había sido de la Grecia clásica, como las artes visuales (en especial la pintura) del Medioevo y el Renacimiento. Sólo ellas podían dar cuenta cabalmente de cómo fueron y cuáles fueron los sentimientos y padeceres de los hombres y mujeres de esos tiempos, así como el cine lo fue de estos. En sus palabras, de fines de los ‘60: «En el cine no pensamos, somos pensados (…) Encuentro que el cine es extremadamente interesante porque permite imprimir una expresión y después, al mismo tiempo, exprimir una impresión». Por eso, como su Michel de Sin aliento, sólo tenía algunas normas: «Tengo una regla que no me ha abandonado: hacer lo que podemos y no hacer lo que queremos, hacer lo que queremos a partir de lo que podemos, hacer lo que queremos con lo que tenemos y no soñar con lo imposible».

 El fin del lenguaje, su anteúltimo y memorable film (en 2018 cerraría su producción el documental El libro de la imagen), clausura la modernidad cinematográfica. Era 2014, y como en el caso de Sin aliento, nos dimos cuenta años después. Un relato fragmentado, saturado de esteticismo que tiene como fondo la relación entre una mujer casada, un hombre soltero y un perro, y que vista su repercusión para el público en general, resultó una película complicada y confusa: a diferencia de aquella de 1960, donde enlazaba la reverberación de un tiempo para convertirlo en película, aquí Godard se manifiesta consciente de no ser escuchado. Antes que por renunciar a ser atendido y entendido, porque considera que ya no hay lugar para el relato. A lo sumo para la experiencia de lo que pueden producir los estímulos a los sentidos a través de imágenes (usando, por ejemplo, el 3D) y sonidos disruptivos y no previstos en la memoria del espectador, con el único objetivo de captar su atención para obligarlo todo el tiempo a tratar de entender lo que está pasando en la pantalla (o en la vida).

Nada más parecido a una red social, un noticiero de cable, un portal de Internet. Sólo faltaba el cartelito de “Suscribite”. Pero más que lo que muchos consideramos en su momento como una reflexión sobre «los límites, posibilidades y naturaleza del cine frente a las nuevas tecnologías», fue el anuncio, sin pompas ni platillos, del fin de un lenguaje para dar lugar a una explosión de comunicaciones que, en el mejor de los casos, podrán convertirse en narrativas.