El tiempo pone todo en su lugar. Pero es posible que la historia recuerde al 2020 como un año dramático: el de la pandemia de coronavirus y el de la consagración de Esmeralda Mitre como una estrella mediática, bizarra y kitsch. Su eliminación del «Cantando 2020» no fue un verdadero traspié: resultó un ladrillo estratégico de su confirmación como personaje todoterreno.

La despedida resultó agridulce. En su última gala perdió por el voto del público con el por ahora imbatible Lizardo, quien se impuso con casi el 60 por ciento de las preferencias de la audiencia. Pero Esmeralda dice que renunció al «Bailando 2020», denunció maltrato de la producción y sueña con que este sea el puntapié para una carrera que la lleve a lo más alto de la consideración pública.  

La heredera del trono de Bartolomé Mitre cerró su segundo raid mediático con las claves que marcaron su recorrido: soberbia, desconexión con la realidad y unas dosis exacerbadas y previsibles de impunidad de clase.

Jorge Rial le apodó irónicamente “la princesa del pueblo”, citando el lema con el que la prensa londinense despidió a Lady Di, la mártir de la misma prensa carroñera. Sin embargo, esta princesa no solo no tiene ni trono ni corona, sino que de tanto mentar su lugar de privilegio no hace más que exponer sus múltiples limitaciones.

Mientras tanto, fue tapa de revista acusando a su familia, la patricia escudería Mitre, de discriminarla por «ser popular», expuso la dura pelea por la herencia de su padre, quien dejó un patrimonio del que todavía no se sabe su tamaño real, incluidas cuentas ocultas –del fisco, de sus diversas esposas, de sus propios hijos –y una sucesión que promete extenderse en una batalla judicial de largo aliento y altísima financiación. También acusó a sus hermanos de tratar de declararla insana para obtener una mejor tajada en dicha herencia y protagonizó un sin número de episodios bizarros en el «Cantando 2020», siempre alentada por la producción, el jurado y los conductores que le encontraron rápido el lugar de bufón de la corte.

La parábola que describe Esmeralda Mitre puede funcionar como un botón de muestra de la decadencia de la clase dominante argentina en dos sentidos. Por un lado, exhibe la pobre formación y conocimiento de esa clase sobre los ámbitos en los que se inserta. Actriz con supuestos pergaminos y estudios de conservatorio fue incapaz de percibir que en lugar de estrella era el payaso de un circo que ni siquiera funcionó en sus propios términos: los del éxito a cualquier precio.

Por otro lado, todo lo que reveló sobre el patrimonio de su finado padre, sus cuentas ocultas en el exterior, las patrañas de sus hermanos para quedarse con una porción más grande –aun teniendo que declararla insana– son la extrema contradicción en una familia fundadora y propietaria de un medio que –amén de adherir a cuanta dictadura y gobierno de derechas ha tenido este país– se ufana de los valores republicanos y el combate a la corrupción. Ya ni siquiera se trata de una doble moral: no hay moral.

No faltó quién la comparara con Ricardo Fort. El juego de los dos se sostiene en dos aspectos: son personajes que adquirieron notoriedad rápida y que provenían de segmentos muy acomodados de la sociedad. Sin embargo, Fort era hijo de una familia de industriales sin contacto –hasta entonces– con el mundo del espectáculo. Por el contrario, Esmeralda Mitre es hija de la familia que desde el diario La Nación y sus satélites militó y milita como ninguna el liberalismo vernáculo –que es más conservador y reaccionario que liberal–. De esa familia patricia, la célebre oligarquía con olor a bosta, surgió este personaje alegre y grotesco, que se metió en el centro de la televisión de la pandemia y va por más.