Donald Trump responde a la pregunta de un periodista: ¿por qué retuitea citas de Mussolini –acaso sin saberlo-?: “Mussolini era Mussolini”, dice, mientras se justifica con el argumento de tener «14 millones de seguidores”. La apertura de March on Rome (Marcha sobre Roma), última película del cineasta Mark Cousins, sugiere desde el vamos un paralelismo -intento de toma del Capitolio incluido- que nos introduce en su interés por revisitar, justo un siglo después, aquel 27 de octubre de 1922 a través de un prisma singular: la película A Noi! (1923), de Umberto Paradisi; documento oficial del fascismo registrado en el breve periodo que va de la reunión de los Camisas Negras en Nápoles a la Marcha sobre la capital italiana y la toma del poder apenas tres días después.

Escrita por Mark Cousins y Tony Saccucci, la película propone desmontar la obra de Paradisi contrastando la realidad histórica con el tenor inflamado de sus falsificaciones. El director irlandés realiza su pesquisa en cámara lenta, fotograma a fotograma, con un tono íntimo que nos revela repeticiones, inversión de planos, uso de perspectivas o la asociación de situaciones inconexas que debían darle a la revolución fascista un volumen y una faz poética que no tuvo. Paradisi convirtió una marcha lluviosa y poco efusiva en una fiesta triunfante, y puso a Mussolini al frente de la misma, cuando en verdad se encontraba en Milán a la espera del éxito o el exilio. En paralelo, Cousins encarna a la actriz Alba Rohrwacher en la voz de Anna, una joven que expresa el sentimiento colectivo que habría reinado en Italia ante el gobierno y la posterior dictadura de Benito Mussolini: exaltación inicial, posterior crisis y decepción final. 

Junto a las imágenes de A Noi!, el director, en una faceta que recuerda su monumental The Story of Film: An Odyssey (2011), acude a otras películas que abordan el fascismo: El conformista (1970), de Bernardo Bertolucci, Un día particular (1977), de Ettore Scola, El poder (1972), de Augusto Tretti y Salò o las 120 jornadas de Sodoma (1975), de P. P. Pasolini, enriquecen una crítica nutrida de manera ingente por el extraordinario Archivo Luce. Con É piccerella (1922), de Elvira Notari, el autor subraya el pulso que se respiraba en Nápoles en aquel momento. La película de quien fuera la primera cineasta mujer en la historia de Italia fue rodada durante las fiestas de la Madonna del Carmine y complementa a la perfección, con su calidez, la frialdad rectilínea de una arquitectónica fascista que Mark Cousins también busca y encuentra en diversos pasajes filmados en la Roma de hoy. 

El fetichismo en torno al Altar de la Patria, la figura de D’Annunzio, la masonería, el papel genocida de Italia en Etiopía o las complicidades de Mussolini con Hitler y Franco se superponen con referencias a la actualidad de la ultraderecha postfascista y la guerra en Ucrania: al mentado Trump se suman alusiones a Marine Le Pen, Orban, Putin, Bolsonaro y la flamante Presidenta del Consiglio italiano, Giorgia Meloni, decantándose así una diagonal quizá arriesgada, pero no menos pertinente, entre el revival del nacionalismo y la prolífica usina contemporánea de fake news y montajes políticos. En sus notas sobre el film, Cousins señala que «el cine miente. Toda cultura miente. Las cosas que muchos de nosotros amamos -el arte, las películas, etc.- también son potencialmente nuestros enemigos”. Lo cual nos recuerda la sentencia del filósofo Walter Benjamin, para quien “todo documento de cultura, también lo es de barbarie”, sea perpetrada o padecida. 

March on Rome fue presentada el mes pasado en el marco de la 19ª edición de las Giornate degli Autori del Festival Internacional de Cine de Venecia, y en la actualidad recorre las salas de Italia en su estreno oficial. Si bien se le han cuestionado algunas inexactitudes históricas (la rivalidad entre D’Annunzio y Mussolini, o la relevancia del mason Raoul Palermi en el ascenso del fascismo), la obra de Cousins funciona como una totalidad sólida, un collage cinematográfico plagado de constelaciones y giros de lenguaje que despierta no solo a comprender los mecanismos de la propaganda fascista, sino también la provocación narcisista de la imagen pública fetichizada. La máxima mussoliniana “El cine es el arma más poderosa” podría hoy trasladarse perfectamente al embrujo digital y sus medios de despersonalización. A un siglo del ascenso del fascismo, las preguntas en torno a la alienación individual y colectiva siguen igual de vigentes.