Sin grandes objetivos a cumplir en lo referente a logros profesionales, aunque con la ilusión intacta de «descubrir cosas» y «tener nuevos estímulos», Martha Argerich cumple este 5 de junio 80 años de una vida signada por un precoz y desbordante talento, que la convirtió en una de las más grandes pianistas clásicas a nivel mundial.

Así lo manifestaba la propia artista el año pasado en la que curiosamente fue la única entrevista radial que dio en su historia, una actitud que junto a la decisión adoptada hace décadas de no ofrecer conciertos sola la caracterizaron a lo largo de su trayectoria.

Precisamente, esta leyenda, que apenas accedió a hablar de su vida para su biógrafo oficial Olivier Bellamy hace pocos años, eligió exclusivamente el camino de la música para expresarse, el cual le bastó para escribir su nombre en la historia grande del género.

Así trazó una apasionante parábola que incluye señales en un piano de juguete de su talento natural, los tempranos estudios musicales y conciertos en teatros con un repertorio de clásicos, la ayuda de Juan Domingo Perón para que pueda estudiar en Europa y la consagración definitiva en el viejo continente.

Por eso, en los contados casos en los que accedió a hablar de su vida, sorprendió cuando confesó que «no era una maniática del piano» y que podía estar «mucho tiempo sin tocar», algo que puso en práctica en diversas etapas de su carrera, especialmente cuando tuvo a sus hijas.



Tal vez los consejos de dos de sus grandes maestros, Vicente Scaramuzza, quien inculcaba no hacer ejercicios para mantener el placer de tocar; y nada menos que Friedrich Gulda, que le recriminaba que «pensaba mucho» cuando interpretaba, moldearon una frescura en el estilo de Argerich, que permite que sus virtudes innatas -entre ellas su velocidad y su manera de ejecutar octavas- no queden opacadas por ortodoxos tecnicismos.

Nacida en Buenos Aires, Martha Argerich prácticamente aprendió a tocar el piano y a hablar casi en simultáneo; se presentó ante el mundillo musical en edad escolar con conciertos en teatros en donde abordaba sin sobresaltos obras de Mozart; estudió con Scaramuzza, quien también fue maestro de Bruno Gelber y del papá de Daniel Barenboim-; y a los doce años, el propio Perón pidió conocerla y le facilitó su viaje a Viena para que continúe su aprendizaje con Gulda.


Para ello, el entonces presidente le ofreció trabajo en la capital austríaca a los padres de la prometedora artista, entre otras facilidades. Sin embargo, no hizo falta que pasaran muchos años para que los argentinos -y el mundo- tuvieran noticias de la jovencita cuyo talento le reservó un lugar especial en la cima de la música clásica, a partir de sus famosos conciertos en los más célebres coliseos del mundo en los que hacía convivir en su piano a Frédéric Chopin, Franz Liszt, Johann Sebastian Bach, Robert Schumann, Maurice Ravel, Serguéi Prokófiev y Serguéi Rajmáninov.

De esa manera, conformó junto a sus coetáneos Gelber y Barenboim, su gran amigo y uno de sus grandes admiradores, una suerte de «santísima trinidad» de destacados músicos argentinos que brillaban en la meca de la música clásica.