El tiempo pasa y su obra sigue creciendo. Mundo grúa (1999), su primer largometraje, el que se transformó en uno de los pilares del nuevo cine argentino, todavía parece a la vuelta de la esquina. Pero Pablo Trapero supo eludir el fantasma de la ópera prima determinante y continuó construyendo. Aparecieron El bonaerense (2002), Leonera (2008), Carancho (2010) y Elefante blanco (2012), entre otras, y ya no quedaron resquicios de duda: Trapero había llegado para quedarse. El clan (2015) hizo visible una apertura temática y estética, y se transformó en la cuarta película más taquillera de la historia del cine argentino. Casi 20 años después de su debut y a tres de su mayor éxito, Trapero regresa a los cines con La quietud y vuelve a trabajar con Martina Gusmán, su pareja y socia artística.

La quietud se desarrolla en un ámbito muy diferente a los que solía recorrer el cine de Trapero. Transcurre en una hermosa estancia repleta animales, plantas y flores cuidadas al detalle. Los planos tienden a ser luminosos, amplios y esperanzadores. Pero la familia que la habita –o lo que va quedando de ella– se debate entre la incomunicación y la oscuridad. La historia se cuenta desde la relación de las hermanas Mia (Martina Gusmán) y Eugenia (Berenice Bejo), esta última radicada en Francia hasta que los graves problemas de salud del padre la empujan a volver a la Argentina. El tercer vértice que sostiene el relato es Esmeralda (Graciela Borges), la madre. Las distancias, los silencios y la opacidad del presente familiar no son otra cosa que los ecos de un pasado traumático. Trapero hace foco en esa familia patricia endogámica articulando registros que van del melodrama al humor negro, pasando por el surrealismo y un erotismo recurrente.

El cine es una industria compleja. Exige unir múltiples voluntades –y capitales– y un paso en falso se puede transformar en un generoso retroceso de casilleros. En La quietud Trapero se corre de su registro de neorrealismo agudo, pero también de una historia que flota en el inconsciente colectivo argentino y de la participación de una gran figura muy taquillera –los Puccio y Guillermo Francella en El clan–. «Los motivos que te hacen elegir realizar una determinada película son múltiples –revela Trapero–. Después uno tiene que unirlos, invitarlos a convivir. Un film también implica cómo va a ser tu vida por un período que puede durar meses o años. Te impone de qué vas a hablar, con quién y dónde vas a laburar, en qué lugar vas a poner tu mente y energía. Por eso decidí que para esta película quería volver a trabajar con Martina. Pero para eso tenía que encontrar una historia. Y la descubrí jugando entre la continuidad y la ruptura con El clan. La quietud ofrece otra historia familiar, pero muy lejos del patriarcado de Arquímedes (Puccio). Acá el protagonista es el universo femenino. Como director varón fue un gran desafío y me atrajo mucho hacerlo. Siento que aprendí y me falta mucho más por aprender».

–¿Cómo viste vos la construcción del universo femenino de esa familia?

Martina Gusmán: –Me llevé una muy grata sorpresa desde que empecé a leer el guión. Muchas miradas de los hombres sobre lo femenino me resultan misóginas. Proyectan sus deseos en lo que creen que ven o quieren contar. En La quietud hay mucha profundidad en ese universo femenino. En Leonera había algo muy interesante sobre la relación de la mujer con la maternidad. Pero acá está mucho más desarrollada la mirada sobre lo femenino porque esa familia es básicamente un matriarcado. Los vínculos primarios, madre/hija o hermana/hermana, son los más complejos y la película los retrata con mucha profundidad.

–La película juega con muchos contrastes. Por ejemplo, la luminosidad del campo y la oscuridad de la familia.

Pablo Trapero: –Sí. Fueron buscados. Otro contraste son los planos exteriores, esa idea de amplitud, y del otro lado la relación casi claustrofóbica de esa familia. Pareciera que no hay más gente en el mundo. En algún punto lo asocio con El ángel exterminador de (Luis) Buñuel.

–¿Los personajes masculinos también son atrapados por las sombras familiares?

MG: –Son funcionales al deseo de estas mujeres. Vincent (Édgar Ramírez) es el ejemplo más claro: funciona como el objeto donde las hermanas subliman un deseo que no se animan a consumar porque se trataría de incesto. Ponen un hombre objeto entre ellas para mediar el deseo que no pueden concretar. Creo que la escena de la masturbación es una provocación muy lograda porque desarticula eso de que sólo los hombres pueden masturbarse con alguien del mismo género.

¡Technicolor!

Pasan muchas cosas en La quietud y algunas de ellas son inquietantes. Algunas pueden verse y otras se develan entre diálogos herméticos y silencios incómodos. Si esta nueva propuesta de Trapero tuviera un afiche al estilo clase B, seguramente diría: «¡Technicolor! ¡Escenas sexuales entre hermanas! ¡Infidelidades explícitas! ¡Technicolor! ¡Violaciones! ¡Deseos de aborto! ¡Technicolor! ¡Muerte! ¡Esma! ¡Technicolor! «. Pero el cineasta de San Justo hizo fluir todas esas circunstancias con naturalidad a través de la historia de esa familia patricia a punto de implosionar.

–¿En algún momento te preocupó que todas esas situaciones y/o conflictos sobrecargaran la película?

PT: –No. El origen de esta película es la superposición de temas que tienen atrapados a estos personajes. Todos ellos son parte de su historia. Todos los hechos que mencionás tienen que ver con el pasado, que es lo que tiene arrinconada a la familia. Ese pasado nos remite a la tragedia familiar, pero también a la tragedia de la Argentina. Yo diría que la película es un melodrama con thriller, surrealismo y bastante humor negro.

–La historia se desarrolla en un ámbito social en el que no solías trabajar en tus películas.

PT: –Es verdad. Eso apareció también por la necesidad de buscar cosas nuevas. El campo y la clase social con la que no había trabajado eran un desafío para aprender y descubrir. Tenía muchas ganas de trabajar con Graciela (Borges), su aporte fue genial y le dio más efectividad a ese contexto. Creo que Graciela aporta su presencia tan reconocida, pero también exploró otro registro. Al menos ella misma lo ve así.

–Muchas parejas prefieren no trabajar juntas, pero ustedes lo disfrutan. ¿Cuál es el motivo?

MG: –Los dos somos muy apasionados con el trabajo que hacemos. Por eso compartirlo es genial. Es una elección de vida. No tenemos nuestra casa por un lado y el trabajo por el otro: no hay corte. Mientras Pablo está filmando igual ve cuatro películas por día y charlamos sobre todas. Nos gusta vivir así.

–Ya pasaron casi 20 años del nacimiento del nuevo cine argentino, algo en lo que vos hiciste un aporte esencial. ¿Cómo ves hoy aquel momento?

PT: –Me parece un poco vieja la caracterización, después de 20 años. Más que nuevo, es un abuelo (risas). El nuevo cine argentino ya es viejo. A mí me parece que aquello fue más el resultado de la necesidad del público y de la prensa que un movimiento que hayamos decidido conformar. No hubo un manifiesto ni nada por el estilo. Lo que nos dio envión fue una manera de pensar el cine que resultó novedosa en aquellos años y hoy sigue dando sorpresas. Esa generación sigue construyendo y aportando a nuestro cine. Siento que es hora de que aparezcan nuevas generaciones y que haya nuevas rupturas. Me parece que lo bueno del cine argentino en estos momentos es que más allá de la crisis, siempre tiene propuestas.

MG: –A mí me gusta hablar de nuevos espectadores del cine argentino. Esa generación de cineastas, con las que hace más o menos 20 años nació el concepto de nuevo cine argentino, llevó más espectadores a las salas. Amigó a muchos argentinos con nuestras creaciones. Antes era muy común que mucha gente dijera «yo no miro cine argentino». Ahora, son la excepción. Sin ir más lejos, hoy hay cuatro películas argentinas entre las más vistas de la semana. Eso no pasa en muchos lugares del mundo. El nuevo cine argentino logró un cambio de paradigma con el público y eso es muy valioso. «

El Marginal II y mucho más

Más allá del inminente estreno de La quietud, Martina Gusmán mantiene una actividad intensa y múltiples proyectos. Hace pocas semanas terminó la filmación de la película El hijo (de Sebastián Schindler), donde comparte cartel con Joaquín Furriel y Luciano Cáceres. El estreno está programado para la primera parte de 2019. En un par de semanas arrancará su participación en Lucía, el film de Juan Pablo Martínez y también en breve comenzará a registrarse la serie El mundo de Mateo, que llegará a las pantallas de Flow y quizás a algún canal de aire y/o cable. Pero su presente está marcado por el éxito de El marginal II: «Es increíble todo lo que está pasando con la serie –subraya–. La primera temporada fue fuerte, pero esta temporada la repercusión se disparó.

Una serie fuera de serie

Hoy la estadía de Pablo Trapero en Buenos Aires es casi circunstancial. En pocos días retomará la filmación de Zero Zero Zero, la serie de Amazon basada en el libro homónimo de Roberto Saviano que refiere al tráfico internacional de cocaína. Se trata de un proyecto ambicioso y de enorme despliegue: «Es una producción gigante. Se filma en México, EE UU, Italia, Marruecos y Senegal, y está registrada en seis idiomas. Como los personajes viajan permanentemente hablan en otras lenguas y con otros modismos. Es un desafío muy grande y atractivo. El año que viene llegaría a Latinoamérica la plataforma on demand de Amazon y la serie está pensada como uno de sus caballitos de batalla. Voy a seguir filmando hasta octubre. Es una experiencia única».