La serie que durante años mantuvo en vilo a millones de adolescentes en el mundo llegó a su fin sin conformar tanto como las expectativas que había despertado. Un culebrón de vieja cepa en tiempos de modernidad audiovisual.
La serie basada en la saga de libros del mismo nombre, escrita por Sara Shepard, giró alrededor de una misteriosa desaparición (en principio, luego varias), y también dobles identidades, cambios de sexo y demás menesteres de la vida de hoy, pero sobre todo a la idea de acoso. Las cinco principales protagonistas (Aria, Spencer, Hanna, Emily y Alison) fueron principalmente víctimas de un incógnito personaje que sabía todo lo que hacían y cuándo y dónde, padres y madres que nos les creían, docentes que además de eso, las querían levantar, y más que nada, tener que demostrarse a sí mismas que no eran eso que los demás decían y querían hacerles creer que eran.
Pocas veces se vio personajes femeninos tan maltratados por su entorno al punto que, de alguna manera, ellas mismas creían que se lo merecían y perpetuaban y a veces profundizaban esas situaciones. En ese sentido, la serie es un gran hallazgo. En medio de la oleada de #NiUnaMenos que recorre el planeta, las adolescentes parecen ser las principales víctimas de una iniciativa performativa, a veces manifestada con saña y crueldad- para que las chicas no olviden el orden natural de las cosas, que más que ser hetersexuales, es mantener el orden de privilegios masculino.
En Pretty Little Liars no interesó ser hetero, homo, bi, trans o haberse cambiado de sexo. El pecado era ser mujer e intentar algo distinto a lo que supuestamente algún manual divino había diseñado para ellas. Sin embargo su planteo nunca pudo salir de ese karma. Un karma que fue, precisamente, lo que atraía audiencias multitudinarias y lo que la convirtió en una de las principales series con Trending Topics (de hecho fue la que más participaciones tuvo este año en Twitter). De ahí también las realizadoras sacaron material para continuar la serie más allá de lo aconsejable, al punto que el famoso A, el responsable del acoso a Aria, Spencer, Hanna, Emily y Alison, según contó la propia directora, ya se la podría haber descubierto al final de la cuarta temporada.
Pero eso demuestra otro acierto de la serie: en pleno auge de los cambios narrativos en el que intervienen modos de filmación, guiones y temáticas, Pretty Little Liars apostó al más clásico y por momentos rancio culebrón, tejiendo y desarmando situaciones, relaciones y tramas para volver a entretejerlas en un historia sin fin, a no ser porque los contratos terminan y la gente también quiere dedicarse a otra cosa. Eso es también lo que llama la atención del tipo y cantidad de audiencia: las que se suponen que serán las principales puntales de lo nuevo, terminan catapultando al sitial de favorita a una serie que hizo del conservadurismo su espíritu y razón de ser.
Una especie de venganza de los nerds que resultó en un entretenimiento que invitó a la glotonería -el atraco de episodios, en la jerga- justamente otro de los males a los que son expuestas las chicas de hoy. Es en sus zonas más cuestionables en las que la serie fue exitosa. Y eso no puede responder a otra cosa que saber captar las angustias y desazones de una franja importante de un sector social, en este caso las adolescentes de clase media. Chicas que por ver Pretty Little Liars no dejaron de ver series de mayores ambiciones como Stranger Things o13 Reason Why, y mucho menos se convirtieron en pequeñas mentirosas.
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