El dolor de cada persona es un mundo opaco, intransferible. Pero los humanos con las necesidades básicas satisfechas conviven con una galería de angustias bastante poco originales. Amor/desamor, realización profesional esquiva, falta de reconocimiento de cualquier índole, salud, pérdidas: la muerte. Miles de años de cultura no pudieron dar respuestas concluyentes al respecto. Esos desencantos crónicos se transitan de a millones, pero en soledad. La mayoría de las veces en silencio y otras pocas en comunicaciones fallidas. Una de las escasas herramientas para aliviar esos dolores son las expresiones artísticas. Por su capacidad para articular belleza y oscuridad, reflexión y sentimientos, experiencias personales y empatía. Dentro de las mejores tradiciones se inscribe Diario de un hijo, la autobiografía gráfica que retrata la vida de Tute, su relación con su familia y especialmente con su padre, el mítico dibujante Caloi. Ese duelo personal, ese retrato familiar, es íntimo y a la vez reconocible, parte de lo propio y se hace genérico y universal.

 Diario de un hijo es la historia de Tute (Juan Matías Loiseau, 44 años) desde su nacimiento hasta la muerte de Carlos Loiseau, más conocido como Caloi. La familia la completan su madre, María Cristina Marcón, y sus hermanos Tomás y Aldana. El libro reconstruye su crecimiento y obsesiones: la infancia, la admiración por su padre, la omnipresencia de Clemente y Perón –Aldana creyó durante mucho tiempo que era su abuelo–, el psicoanálisis, la necesidad de encontrar su estilo como dibujante, el reconocimiento de sus colegas y más. Todo desarrollado con sensibilidad, inteligencia y el suficiente humor como para descomprimir algunos tragos particularmente amargos. Dos personajes de estilos expresivos casi antagónicos, su inconsciente y su psicóloga, aguijonean la historia y le dan más dimensiones al relato.

Hacer realidad este libro no fue nada sencillo para Tute. «Ni dibujarlo, ni escribirlo. Tampoco quería hablar sobre Diario de un hijo ni bien lo terminé –confiesa–. Me agarró como una fobia. Pero pude hacer rápidamente las paces y ahora se lo quiero contar a todo el mundo. Volvió a ser placentero hablar de mi viejo». Por eso, acaso, Tute habla casi a borbotones: «Fue bastante curioso lo que pasó con el libro. Mi viejo murió en mayo de 2012, a fines de ese año me invitaron a la Feria de Libro de Chile y un día me fui a un bar del barrio de Lastarria para tomar un café y descansar para después seguir paseando. Había estado leyendo varias autobiografías dibujadas y siempre me sedujo ese tipo de trabajos. Me generaban atracción y rechazo. Como el vértigo a las alturas. Pensé en contar mi historia con mi viejo y me puse a dibujar ahí nomás. Llené no sé cuántas servilletas con dibujos de nuestra historia. Pero recién pude retomar la idea en 2017. Habían pasado cinco años en los que dejé las servilletas en el escritorio y no me animaba a tocarlas. Evidentemente todavía no estaba preparado para meterme en esas aguas», revela Tute.

–¿Hubo algún hecho puntual que te ayudó a hacer el clic y retomar el proyecto?

–No pasó nada específico. En un momento me sentí con la fortaleza y la distancia necesarias para hacerlo. En el medio también trabajé mucho en análisis, algo que fue tan importante que terminó incorporándose dentro del libro. En las servilletas originales no había nada de mi psicoanalista y yo hablando de este libro. Eso surgió en esta segunda etapa. Todo se fue dando a medida que avanzaba. También la aparición de mi inconsciente como un personaje: cuando lo imaginé hablándome me di cuenta de que había encontrado algo interesante para contar la historia de otra manera, una especie de tutor.

 –El personaje de tu inconsciente aguijonea la historia.

–Exactamente. Es muy importante para el libro porque me hace de contrapunto, me sirve para pelearme, reflexionar, preguntarme cosas. Asuntos que me costaba enfrentar. Y también resultó muy útil para el humor. Con él se fue armando el libro. Diario de un hijo tiene tres registros: la parte de mi inconsciente y yo, dibujada con un estilo similar al de la página de los domingos en La Nación; el dibujo en color con el que hago a mi familia e incluso a mí, algo que jamás había hecho; y los cuadritos en los que estoy en análisis, en los que de alguna manera cuento todo lo que me produjo el libro en estos años.

–¿Gran parte del libro lo hiciste en la costa, durante unas vacaciones?

–¡Sí! En una mesa mal iluminada, fuera de mi espacio de todos los días… Pero estaba en la costa, con pinos, la atmósfera era muy placentera. Mi familia se iba a la playa y yo me quedaba dibujando. Y a la noche, cuando todos se iban a dormir, con algún vino mediante, seguía casi toda la madrugada. Fue muy intenso. Tuvo muchos momentos de tristeza y de mucha emoción. Dibujar a mi viejo y a mí, y hacernos hablar, fue como un reencuentro. Lo hacía hablar, le contaba mis sueños, nos cagábamos de risa… Reviví, de alguna manera, grandes momentos de nuestras vidas.


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Dibujar el silencio

«Empecé terapia a los 18 o 19 años, casi por curiosidad. Y viste como es esto… Uno siempre encuentra motivos para quedarse. Nunca me dieron el alta, pero cada tanto me doy de baja», reflexiona y ríe Tute. La terapia psicoanalítica es uno de los escenarios preferidos de su vida y de su obra. Y, claro, no podía faltar en Diario de un hijo. Por eso, aunque planteada como una autobiografía, su flamante libro funciona casi como una crónica de la relación con su padre. «Es así. Mi vida continuó después de su muerte, pero no hay nada de eso en el libro. No es exactamente mi autobiografía. Por eso el protagonismo es más de mi viejo que de mi vieja. Sentí la necesidad de hacerlo de esta manera. Este es mi duelo dibujado. Siempre digo que el humor es mucho más que sacarle una sonrisa a la gente. Puedo dibujar un estado de ánimo, puedo dibujar el silencio y también pude dibujar un duelo», señala.

–Desde muy chico tuviste la inquietud de dibujar. Pero en el libro también contás el laburo que necesitaste hacer para encontrar un estilo propio.

–Sí. Fue difícil porque la influencia de mi viejo era muy fuerte. Me resultaba muy difícil pelearme con mi viejo. Estaba demasiado de acuerdo para enojarme. Todo adolescente necesita revelarse, patear el tablero. Es sano eso. Pero a mí me costó. Coincidíamos mucho y en muchos temas. Desde gustos terrenales hasta la poesía, el tango, cierta melancolía… Y la política. Hasta me tuve que inventar mi propio peronismo para diferenciarme. Pero por suerte siempre quedamos de la misma vereda, aunque con el tiempo a una distancia prudencial. Fue un proceso largo de muchos años. Al principio dibujaba muy parecido a él, pero después de un proceso de búsqueda encontré mi propio estilo y mis propios asuntos.

–La sociedad argentina estuvo cruzada por la presencia de Clemente, pero también tu familia y tu vida.

–Clemente fue omnipresente. La tira acompañó el crecimiento de la familia: Jacinto (el bebé que se sumó a la historia) era yo, por ejemplo. En la primaria yo dibujaba Clementes para cambiar figuritas y mi viejo una vez hizo recitar a Clemente una carta de amor que yo le escribí a una compañerita. Clemente era mi viejo y Bartolo expresaba su parte más nostálgica. Lo gracioso fue que mi viejo era de River y Clemente era de Boca. Eso hizo que, por un motivo o por el otro, lo aplaudieran las dos hinchadas.

–¿Cómo viviste cuando tu viejo te propone estudies diseño gráfico?

–Fue un dolor increíble. Una daga en el corazón. Pero muy obedientemente me anoté en la Escuela Superior de Diseño Gráfico, aunque prácticamente me hice echar por dibujante y humorista (risas). Al principio estaban encantados porque hacía cosas muy diferentes a todos los otros estudiantes. Pero después se cansaron, me pedían que agarrara la escuadra y la regla.

–Quizás buscó aliviarte de las comparaciones. ¿Le preguntaste?

–Puede ser. Nunca lo supe y nunca lo sabré. No pude ni preguntar. 

–Suele ser difícil para el hijo de un consagrado desarrollar la misma profesión.

–Por suerte nunca fui consciente de que estaba en la misma profesión que mi viejo. Nunca fue una sombra, nunca quise competir con él. Él era Gardel, yo lo admiraba y tenía que aprender y hacer mi camino. Por suerte nunca lo sentí como una sombra. Sí sentí la necesidad de encontrar mi mundo, mi propia geografía para explorar y mi forma de hacerlo. Eso sí se hizo difícil, pero creo que lo logré.

–¿Cómo vivís este momento de la Argentina?

–Con mucha tristeza. Tengo la expectativa que volvamos a tener un gobierno popular. Que mire a la gente, que se ocupe de los trabajadores y de los desposeídos. Vivo este momento de nuestro país con mucho dolor. Este gobierno no sólo es inepto: tiene un nivel de perversión tremendo. Me da mucha tristeza el estado de las cosas. Pulverizaron todo en muy poco tiempo. Me sorprendió el nivel de virulencia de este gobierno. No la dirección. Sabíamos que Macri iba a implantar un modelo neoliberal. También es muy feo ver en este proceso la enorme ausencia de quienes tienen que defender a los trabajadores, me refiero a la mayoría de los sindicalistas. «


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En el nombre del padre y del hijo

Uno de los reconocimientos más deseados es el de un padre, sobre todo cuando se comparte profesión y es una referencia ineludible en el oficio. Tute destaca: «Por suerte pude ver el reconocimiento de mi viejo y fue lo más fuerte. Después de estar toda la vida admirándolo, cuando encontré un camino, una voz propia, disfruté de una gran respuesta de mi viejo. Fue una de las cosas más lindas que sentí en mi vida. Eso sí que era inesperado: nunca lo había soñado. Las cadenas de admiración suelen ir en un solo sentido. Empezó comentándome qué lindo que resolví tal o cual cosa. Y un día me mandó una página suya y me dijo: ‘Mirá, esta la hice a lo Tute’. Era una historia de él, pero sin previo lápiz, sin usar la escuadra, bastante volada porque era un sueño, en el estilo que laburo yo. ¡Me la dedicó y todo! También tuvimos la oportunidad hacer una exposición juntos en España. Se llamó En el nombre del padre, del hijo… Fue una experiencia muy linda que me va a quedar para siempre».

El respaldo de Fontanarrosa y de Quino

La intensa carrera de Tute despertó el reconocimiento de notables figuras del  humor gráfico. Más allá del propio Caloi, claro, se destacan los ricos intercambios con Roberto Fontanarrosa y Quino.

–El Negro Fontanarrosa era íntimo amigo de mi viejo. Nuestras familias se iban de vacaciones juntas. Era como un tío del interior. A medida que crecí tomé consciencia del gran artista que era. De chico le mangaba dibujos para revistas que yo hacía. Me acuerdo que metía cosas de él, de Quino, de Sendra, de mi viejo y colaba algunas mías. Cuando saqué mi primer libro solo, en 2006, le pedí unas palabras a modo de prólogo y me las hizo a puro cariño. Me acuerdo de que me lo encontré en la Feria del Libro de aquel año, le pregunté si le había llegado y me contestó que no. Le di un ejemplar en ese mismo instante y a los pocos días me llegó un mail conmovedor, donde me decía que estaba encantado con mi trabajo, que ahora ya sabía a quién mencionar cuando le preguntaran por un dibujante joven que le gustara mucho.

–¿Y cómo te relacionaste con Quino?

–Mi viejo veía a Quino con gran admiración, pero no eran amigos. Para otro libro le pedí unas palabras y me dijo que no. Le comenté que era algo muy breve y me respondió: «Mucho menos. La síntesis es mucho más difícil». Años después, estaba en el supermercado, sonó el celular y era Quino. Me había llamado para felicitarme por mi página de los domingos en La Nación. A partir de ese día me llamaba casi todos los domingos para felicitarme o hacerme algún tipo de devolución. En 2014 tomé coraje y le pedí que hiciera el prólogo para Dios, el Hombre, el amor y dos o tres cosas más y me respondió: «Será un placer». Me dedicó un texto bellísimo.