Ver el estreno de la nueva temporada de Westworld en medio de la pandemia del coronavirus lleva a sensaciones nuevas acerca de las que ya despertó en sus temporadas anteriores. El primer capítulo de la tercera temporada, que se autopresenta como la rebelión de las máquinas (circa 2058), es un momento para saborear, volver sobre algunas escenas (si se tiene la posibilidad), tensarse y entregarse a la experiencia de un futuro que, aunque suene remanido, ya llegó.

En el final de la segunda temporada se vio cómo Westworld, el parque temático ambientado en el oeste norteamericano hacia fines del siglo 19, desaparecía del mapa por la rebelión de los droides encabezados por la antes cándida Dolores Abernathy (Evan Rachel Wood). Ya no hay lugar en el mundo en el que los humanos puedan disfrutar de vivir una historia previamente guionada –incluído enamorarse o disponer de mujeres y matar a quién y cuántos personajes quisieran–: la rebelión que no termina en fuga masiva (y por eso los humanos parecen haberla controlado), sí tiene una selectiva. De allí salen vivos Dolores, Bernard (Jeffrey Wright, el verdadero cerebro de la rebelión, según lo había programado astutamente el humano Robert Ford, Anthony Hopkins), Charlotte Hale (Tessa Thompson) y Maeve Millay (Thandie Newton).

Los tres en el mundo real. Y conectados con todas las máquinas que el ser humano ha desperdigado por el mundo (algo así como una versión muy avanzada del Internet de las cosas). La nueva niña mimada de HBO (que la sacó del aire el año pasado para dejar todo el espacio y la gloria para la despedida de Game Of Thrones) tiene todo el sello de las historias inventadas y llevadas a la pantalla por esa fantástica dupla conformada por Jonathan Nolan y Lisa Joy. Son pareja y vienen escribiendo/ produciendo dos de las más anunciadas series para este año: The Peripheral y Reminiscence, ambas también sobre las consecuencias que traerán a la humanidad el desarrollo que tendrá la tecnología. Jonathan, además, coguionó con su hermano Christopher la inolvidable saga de Batman, e Interestelar, entre otras.

Y en el mundo real lo primero que aparece es una paradoja que no es tal: la acción –la verdadera, que eriza la piel, enerva la sangre, da esa inexplicable sensación de sentirse vivo– sólo existe en el mundo real. Incluso para los droides. La siguiente -a partir de Caleb (Aaron Paul, de Breaking Bad)- es que todo la reflexión del mundo (la de la abstracción filosófica/ ensayística/ metafísica, la más especulativa de la física y la matemática) prácticamente sirve de nada sino tiene su correlato en la acción; en la acción en el mundo real. La tercera -la más endeble porque sucede hacia el final y los capítulos dirán cuán así será- es que si queremos sobrevivir como especie necesitamos convivir con ese genérico que despectivamente llamamos máquinas. La gran novedad que arriesga Westworld, es que, aunque aún no lo sepan, ellas –las máquinas– tampoco podrán sobrevivir sin nosotros. 

Los fanáticos de los detalles advierten que el mundo propuesto para 2058 (nadie puede moverse cotidianamente sin la ayuda de alguna app, cuenta con inteligencia artificial o tecnología incrustada, la jerarquía -de hoy- se mantiene intacta, la meritocracia reina y, la única novedad -bastante previsible en el 2020- es que los algoritmos toman las grandes decisiones sobre el quehacer humano). Claro que la dupla Jonathan-Lisa no tenía por qué imaginar el coronavirus ni nada parecido, pero pensar que la organización social será apenas un par de metros más profunda que la actual, suena a poco riesgo. En su defensa hay que decir que tradicionalmente la ciencia ficción suele exacerbar algunas líneas actuales a fin de ver las consecuencias, antes que arriesgar escenarios más contundentes e inmediatos a la manera de Years and Years.

Pero eso a su vez les permite a los autores esquivar la maldita coyuntura que tanta perspectiva quita, impidiendo ver las consecuencias más concretas y casi terminales de los experimentos humanos. Entre ellos, sin duda -y como lo manifiesta Dolores en este primer episodio- su necesidad de sentirse un dios. Más que por lo que crea, por los desafíos que se autoimpone. Desde sobreexplotar a la naturaleza hasta la invención de máquinas que le permitan dedicar su vida sólo a divertirse (pasando por la ya olvidada fantasía que dio la televisión), parece haber llegado a un nivel de aburrimiento de su existencia que lo convierte en altamente peligroso para toda la vida orgánica.

De todo eso va Westworld. Y de cómo aún no sabemos cómo ponernos a disfrutar el fantástico mundo que supimos conseguir.

-Westworld: domingos a las 22 por HBO.