Los montevideanos, cada 18 de Julio, mezclan ironía y orgullo por su historia y sus monumentos, al anunciar que celebran simplemente «el Día de la Avenida». Fue en 1830 cuando el sentimiento de uruguayismo enarboló un hito: el 18 de julio de ese año se juró la primera Constitución nacional, que estableció un Estado unitario, republicano y confesional con el catolicismo como religión oficial. Un siglo y 12 días después, desde donde termina la avenida y nace el parque Battle y Ordónez, una marea de uruguayos enfiló hasta el Estadio (así, sólo con su nombre, sin el «apellido» Centenario) para protagonizar el primer título mundial de fútbol.

Dentro de pocas horas nadie celebrará ninguna fiesta en la tan porteña avenida 9 de Julio. Nacida teóricamente en 1912, recién en 1936 tomó forma, ya no como la Avenida de Mayo (de 33 metros de ancho) que en el diseño original pretendió emular, sino que cooptando las arterias laterales como Lima, Yrigoyen, Carlos Pellegrini y Cerrito llegó a crecer a 140 metros de anchura, lo que hizo remover la pedantería más porteña con el presuntuoso mote de «la más ancha del mundo». Por supuesto que el gobierno de los globos amarillos todo lo puede: también destrozó la avenida y en lugar de que las calles laterales fueran exclusivas para el transporte público, armó el monstruoso metrobús, de discutible practicidad y justificado a partir de una obra pública que siempre generó sospechas. Ya no es la más ancha. Sí es la más cara.

Era amplia, vasta, hace más de cuatro décadas, cuando en la peor dictadura que recuerda este país tristemente célebre por haber padecido dictaduras de todos los pelajes, la gente tomó la 9 de Julio, la de Mayo y el Obelisco, como el circuito donde explotó con permiso la alegría de un pueblo que se aferraba a los éxitos deportivos del Mundial ’78 y que, a la vez, estaba sumido en el horror, la tortura y la muerte. En ese festejo encontraba su hendija de libertad. Como tantas otras veces, en expresiones populares de regocijo o de protesta: allí también se cerraron las campañas en la vuelta a la democracia, allí se centró la celebración del Bicentenario, allí se gestó una nutrida historia de marchas y movilizaciones, como epicentro geográfico o bien como mero lugar de encuentro y de tránsito, hacia o desde las plazas de Mayo y de los Dos Congresos.

Con la imagen de Evita desde el edificio del Ministerio de Obras Públicas, como una extraordinaria vigía del presente, que ilumina el horizonte.

Y así como la 18 de Julio montevideana nace en la Plaza de la Independencia, la 9 de Julio argentina se cruza con la avenida Independencia que ahora luce amplia pero que hasta los ’70 era calle con muchas veredas que crecían en forma de recovas, aguardando la ampliación.  

En pocas horas, la 9 de Julio porteña tendrá «su» día, como cada año. En pocas horas se celebrará nuevamente el Día de la Independencia argentina, declarada el 9 de julio de 1816, un martes, como en este 2019. En Tucumán, rompiendo la dependencia con la monarquía española.

¿De qué independencia hablamos 203 años después? Tal vez este largo introito, este recorrido urbano y levemente histórico surja como paliativo, recurso inconsciente para no ahondar directamente en estos tiempos de escasa o nula independencia, al menos política y económica. De estos tiempos en que el gobierno actual reflotará, ya no en la 9 de Julio sino en la muy cheta y palermitana Libertador, un desfile que promete renovar la ostentación bélica, ahora que somos felices poseedores de variadas herramientas siglo XXI para la represión. Por supuesto: cualquier similitud con los EE UU, cualquier espejismo entre Macri y Trump, hechos de la misma carnadura, no es pura casualidad… Muchos argentinos (políticos, empresarios, también periodistas, claro) que ven la independencia con ojos de bandera de barras y estrellas no sólo asisten presurosos y condescendientes, con pilcha nueva, a los ágapes celebrados en la embajada yanqui cada 4 de Julio, sino que ese día, el jueves pasado, observaron casi con un orgullo que da vergüenza ajena, de qué modo el mandatario estadounidense se vanaglorió con un desfile militar bajo la lluvia, excéntrico como él, grandilocuente, como una nueva forma de coquetear con una guerra con Irán (o con quien cuadre) en un juego que sólo juegan los malos.

Estas horas en las que hablar de independencia económica y de soberanía política casi parece naif si no fuera porque hubo una época, reciente, cercana, en la que esos valores volvieron a florecer. Esas horas ya tan extrañas en las que un racimo de líderes latinoamericanos, hoy muertos, perseguidos o encarcelados, se enfrentaron a los poderes mundiales. ¿Cómo hablar hoy de independencia, como estamos,  sometidos y maniatados, entregados y regalados al FMI, emocionándonos con nuevos acuerdos de libre comercio con la UE, con EE UU o con quien se cruce, para una entrega abierta y burda de lo que no entregaron hasta ahora, con este descomunal endeudamiento, la apertura indiscriminada de exportaciones, el ataque brutal a la industria nacional en favor de la patria financiera? ¿Cómo hablar de independencia en medio de un torrente de despidos, cierre de empresas, muertos en la calle por el frío, ausencia del Estado en tiempos de emergencia social? ¿Cómo hablar de independencia sumidos en este neoliberalismo salvaje?

Definitivamente, para ellos esa es la independencia. Para nosotros, todo lo contrario. Cómo no hablar de esa grieta, necesaria, imprescindible.

En definitiva, estas horas en que la Avenida 9 de Julio no estará colapsada por el tránsito y otra vez dará placer transitarla bajo el sol tibio. Mantenemos, al menos por estas horas, la independencia de poder darnos ese elemental gustito. «