Un pequeño azulejo ha sido pegado sobre el muro. Forma un lienzo blanco, de cerámica, tatuado por manos memoriosas, junto a la puerta de un caserón de Caballito, hoy derruido. Es en el 1269 de Luis Viale. Ahí se lee: «En este taller textil trabajaban y vivían más de 65 personas, la mitad de ellos eran niños. El 30-3-2006, un incendio terminó con las vidas de: Juana Vilca (25), Wilfredo Mendoza (15), Elías Carabajal (10), Rodrigo Carabajal (4), Luis Quispe (4) y Harry Rodríguez (3). Los familiares y amigos seguimos pidiendo justicia. ¡No olvidamos!» 
Tras diez años de demoras, el 18 de abril comenzó el proceso por las muertes en aquel incendio que alumbró con luz siniestra la explotación que sufren los migrantes en talleres clandestinos de la ciudad de Buenos Aires. «Pedir justicia durante diez años es algo que a nadie se lo deseamos. La justicia ha sido muy lenta», dicen en diálogo con Tiempo Luis Fernando Rodríguez y su esposa Sara Gómez, únicos querellantes en el proceso. En el incendio de 2006, la pareja, hoy radicada en La Paz, perdió a su hijo Harry. 
Sara y Luis critican el curso del proceso judicial radicado en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº5. El local era propiedad de los empresarios textiles Jaime Geiler y Daniel Fischberg (responsables de las marcas LDV –Loderville–, JD y Wol), quienes proveían de materia prima a los costureros para después comprarles toda la producción. Pero por el incendio mortal sólo están imputados los capataces, Luis Sillerico Condori, ciudadano boliviano, y Juan Manuel Correa. «En ningún momento se citó a los dueños. Fueron diez años de vivir con esta carga. Y no la dejamos, como han hecho otras familias que trabajaban en el taller, que han arreglado económicamente. Para nosotros, la vida de nuestro hijo no tiene precio», dicen los padres de Harry.
Bolivia Construcciones.
Junto a sus hijos Kevin y Harry, los Rodríguez arribaron a Buenos Aires en junio de 2005. Dejaban atrás una Bolivia golpeada por la crisis, antes de la llegada al poder de Evo Morales. La represión popular que siguió a la llamada «Guerra del Gas» terminó de sellar la suerte familiar. Su futuro estaba en la Argentina. No era la primera vez que Luis debía migrar para sobrevivir. «Unos vecinos de mi barrio, El Tejar, me habían traído a trabajar a Buenos Aires en el año ’94. Me quedé tres años.» El anzuelo de la convertibilidad atrapaba entonces a millones de migrantes con la ilusión de hacerse de unos ahorros y retornar o enviar al terruño un puñado de dólares. Pero las máquinas y la tuberculosis eran impiadosas en los talleres, y era muy ancha la grieta entre la ganancia del fabricante y el jornal del costurero. 
Luis, que ahora se gana la vida como conductor de minibús en El Alto, detiene su relato y respira como para tomar envión: «En el ’99 nos pusimos en pareja con Sara. En 2001 nació Kevin y en 2002, Harry. Eran tiempos difíciles. No teníamos un trabajo establecido para alimentar a nuestros hijos. Tenía buenos recuerdos de mi primera estadía y decidí volver a Buenos Aires. Le dije a Sara: ‘Allá les vamos a poder dar un mejor vivir a nuestros hijos¡» Y dejaron Bolivia para hacer realidad el «sueño argentino». 
Llegaron un lunes helado y consiguieron hospedaje en la Villa Cildáñez. La suerte no parecía estar de su lado. «Estuvimos de aquí para allá, preguntando en varios talleres, pero no buscaban gente, hasta que en el Parque Avellaneda, donde se junta la colectividad, me encontré con un paisano, Sillerico Condori, quien me ofreció trabajo, techo y comida en un taller de Caballito.» 
Todo pareció encaminarse. Junto a otras tres familias de migrantes, Sara y su marido trabajaban mucho. El local era amplio, hasta tenía una terraza donde jugaban sus hijos, con el ruido monocorde de las máquinas como banda de sonido. 
Un sábado de noviembre de 2005, los capataces aparecieron por sorpresa en el taller. Cargaron las overlock en un camión y ordenaron a los costureros que alistaran sus pertenencias. Sara –hoy docente en La Paz– aún recuerda las promesas de los patrones: «Nos dijeron que era un taller habilitado. Cada familia tendría su departamento.» Les prometían el paraíso. Así llegaron al infierno de Luis Viale.
Puertas y ventanas enrejadas, cuartos improvisados con telas y cartón, trabajo a destajo y desayunos, almuerzos y cenas paupérrimos, sobrecargados con arroz, fideos y menudencias de pollo. En el nuevo taller, los Rodríguez convivieron con otras 60 personas. Había más de 20 niños. Funcionaban más de 30 máquinas de coser, pero sólo estaba habilitado para alojar cinco. Había un solo baño y no tenían agua caliente. Las jornadas laborales eran de 18 horas, y la paga por cada jean terminado, de 50 centavos. «Era todo el momento costurando. Y como la producción crecía, se fueron incrementando las horas», cuenta Sara. Una carrera contra el reloj y contra el sueño, que apenas premiaban unos pocos centavos extra. «Nos habían dicho al principio que nos cancelarían nuestro sueldo al comienzo de cada mes –resalta Luis–. Pero no cumplían. En diciembre nos quisimos ir, pero decidimos quedarnos un poco más para ver si cumplían.» 
Memoria del fuego. 

Los peritajes realizados por Bomberos de la Federal determinaron que el incendio se inició en el primer piso. Allí estaban las «habitaciones», donde descansaban los niños. Los que estaban cerca de la escalera lograron bajar, pero muchos quedaron encerrados en una jaula, entre el fuego y la pared. Luis subió al primer piso con un matafuego para rescatarlos. Poco pudo hacer: los matafuegos estaban descargados.

«Después del incendio, hemos salido con lo puesto –dice Luis–. Habíamos perdido todo. Lo material, pero también lo más querido, nuestro hijo.» Se hospedaron precariamente en la Asociación Deportiva del Altiplano, y debieron esperar 52 días para recuperar el cuerpo de Harry. «Si estamos en esta lucha, es por los derechos de todos los extranjeros que trabajan en la Argentina –concluye Sara–. Y aunque tengamos que esperar más años para conseguir justicia, estaremos aquí peleando. De pie.»

Reducción a la servidumbre

El juicio por la tragedia del taller de Luis Viale comenzó el pasado 18 de abril, con una nutrida presencia de legisladores porteños y organizaciones sociales. Las audiencias incluyeron las declaraciones de los imputados, de varios testigos y de los querellantes. En el tercer día de audiencias, el tribunal hizo lugar al pedido del fiscal Fabián Céliz de ampliar la acusación e incluir el delito de “reducción a la servidumbre”, como posible agravante del estrago. Las audiencias se reanudarán este lunes.

Las novedades sobre el juicio pueden seguirse en: . 

FUEGO MORTAL

El 27 de abril de 2015, el fuego se cobró las vidas de otros dos inocentes. Rolando y Rodrigo, de 6 y 10 años, hijos de Esteban Mur y Corina Menchaca, potosinos, murieron en el subsuelo de un taller clandestino que se incendió en Páez 2796, Floresta.

El dueño, Lee Sup Yong, fue procesado por trata de personas con fines de explotación laboral.

EXPLOTADOS

Bajada: El 80% de la actividad del sector textil se realiza con trabajo informal a través de talleres ilegales y mano de obra no regularizada. 

Unos 3000 talleres ilegales funcionan en la Capital Federal.

Los costureros se quedan con un 2% del precio final de la prenda.

DÍA DEL NIÑO Y LA NIÑA MIGRANTE

Bajada: La Legislatura porteña aprobó el jueves una ley que fija el día 27 de abril como el “Día de la niña y el niño migrante”, en homenaje a los niños fallecidos en el incendio de la calle Páez, en 2015.

El autor de la iniciativa fue el diputado Pablo Ferreyra (FPV).