El alquiler de vivienda, o mejor expresado el acceso a la vivienda a través de un alquiler, tuvo en los últimos años un estado público inédito. Hacía décadas que no se escribían tantas notas gráficas sobre una relación que mantiene poca cercanía entre las partes.

Efectivamente, durante algunas décadas del siglo pasado, la locación fue de proximidad, entre propietario e inquilino. En general fue una renta extra o un pequeño ahorro para el que -además de su vivienda familiar- contaba con un inmueble en alquiler, con reglas de juego establecidas por el derecho a la vivienda como principio general. Vivir de rentas no era una virtud. La ganancia era un complemento del ingreso laboral.

La última dictadura modificó sustancialmente la tendencia general poniendo fin a la prórroga de contratos y al control de los precios. La ciudad sufrió masivos desalojos –con erradicaciones o construcción de autopistas urbanas-, la vivienda se transformó en una mercancía que se comercializa en dólares, los alquileres un negocio más para multiplicar la renta, la construcción de inmuebles se focalizó en los barrios donde el Estado invierte su presupuesto de infraestructura, iluminación, seguridad y transporte.

Traficantes de garantías, intermediarios y financieras fueron desplazando el alquiler de proximidad, y las comisiones para alquilar se multiplicaron. Y  en estas cuatro décadas, la depresión salarial y el desempleo fueron inversamente proporcionales a la devaluación de la moneda nacional y la valorización de una inversión dolarizada.

En esta ciudad en particular, la ciudad de Buenos Aires, que tiene la misma cantidad de habitantes desde 1947 –menos de 3 millones-, entre 1991 y 2010 (censos nacionales) se sumaron 100.000 hogares alquilados y las viviendas vacías crecieron exponencialmente (de 31.000 a 288.000 inmuebles vacíos en apenas dos décadas). Por esa razón surgieron las organizaciones de defensa de los derechos inquilinos.

Hablar de oferta, retiro de propiedades del mercado o cualquier otra especulación, es una quimera como otras ficciones que se desparraman para distraernos del problema principal.

La firma presidencial del Decreto 320/20 -29 de marzo- en el marco de la emergencia sanitaria inédita y mundial, recuperó una función del Estado, la de “no descuidar el derecho a la vivienda”. Tuvo que recurrir, el Estado Nacional, a Tratados de Derechos Humanos a los que adhiere nuestro país, para fundamentar la norma.

Fue necesaria una pandemia para que el Estado Nacional reconociese que luego de dos décadas de existencia del CBU, los alquileres de vivienda se pagan como en el siglo pasado. Casi diez mil millones pesos mensuales que circulan en los bolsillos inquilinos, en una ciudad donde hasta las donaciones y los secuestros virtuales se realizan a través de una transferencia bancaria.

La ley 27551 es una regulación de alquileres de vivienda pre pandemia. Corresponde a “tiempos normales”, es decir a la ventaja que tenía el mercado de denegar el derecho de acceder a una vivienda en condiciones justas. Se discutió en el marco de un país y una ciudad desregulados casi por completo. Donde convivían los negocios y la pobreza, la regresión salarial y la multiplicación de la renta fija (el valor de una vivienda se “nonuplicó” –creció nueve veces en moneda nacional- entre diciembre de 2015 y diciembre de 2019).

La libertad para especular sin planificación equilibrada, la soledad del inquilino frente a los abusos en aumento, la solemnidad que tiene la firma de un contrato donde se burla la formalidad de cumplir con la ley de transferencia electrónica y todas las resoluciones impositivas, la entrega de un recibo ilegal contra la mitad de los ingresos salariales, y un sinfín de sinrazones basadas en la razón del más poderoso, obligaron a tener que legislar, a poner orden a la anarquía de los más fuertes.

Hubo denuncias, pedidos de ayuda, luego asociaciones, mensajes en redes, Federación de Inquilinos, y también nosotros, desde la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, primero para poner un freno al encargado de conventillo moderno, aquel que con la soberbia que le da representar y poner la cara por el mercado, metía la mano en el bolsillo inquilino para cobrar comisiones ilegales y finalmente perdió todo en una decisión legislativa inédita (ley 5859 CABA).

Y ahora hay tensión, nuevas razones para seguir sin ficción ni fábulas de país de propietarios. El país que es, atravesado por endeudamiento y dolarización, cultura de un negocio para pocos y desgracias para las mayorías. Y el país que debe ser, más justo y solidario, y sobre todo con el derecho al acceso a la vivienda, a que todos puedan dormir seguros bajo un techo digno.

Transitar hacia ese camino requiere de un gobierno que observa, escucha, repara y evita que la brecha siga profundizándose. No es solo una emergencia sanitaria. Es una desigualdad remediable.