La profesora de Filosofía del colegio secundario hablaba entre signos de admiración. Redondeaba la boca como si existiera sólo una vocal, la «o». Tenía las cejas pintadas y las levantaba exageradamente hasta darle a cada una la forma básica de un techo a dos aguas. Quizá por la teatralidad con que explicaba los conceptos básicos de su materia, nunca olvidé lo que es el asombro filosófico. Cómo olvidarlo, si ella lo enseñaba con todos los gestos. Era tan expresiva que aun cuando le prohibieran hablar entre signos de admiración o un susto la dejara muda, todos hubiéramos entendido lo que es el asombro filosófico así como entendemos cuando un mimo demuestra que está tirando de una soga, que está triste o que tiene frente a él el vidrio de una ventana.

Según nos explicó la profesora redondeando su boca en exceso para pronunciar las «o» de Platón y de Aristóteles, la afirmación de que la filosofía nace del asombro –y en esta palabra redondeó dos veces ampulosamente los labios– fue hecha por los griegos hace miles de años. Elevando las cejas con forma de techo a dos aguas agregó que el asombro se transforma en curiosidad y que ambos elementos son imprescindibles para todo tipo de búsqueda personal, ya sea en el ámbito de la física cuántica, de la literatura o en la colocación de una membrana sobre un techo con goteras. «El asombro y la curiosidad nos hacen seres humanos» –acotó– levantando exageradamente el brazo derecho, como si hiciera una invocación al cielo o hubiera tomado clases de actuación con una actriz de cine mudo.

Es muy difícil olvidar lo que se aprende en la infancia y en la adolescencia. Se ve que me quedó grabado eso de que el asombro nos hace humanos, porque desde entonces siempre mido mi asombro de manera periódica como quien mide el nivel del aceite del auto. Verifico por lo menos cada quince días que algo me haya parecido asombroso en ese lapso. Marco con resaltador las frases de un libro que me asombran y trato de tener siempre la mejor predisposición para dejarme asombrar.

Alguna vez dijo Atahualpa Yupanqui, un filósofo del que nunca nos habló la profesora ni figura en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora: «Los días de mi infancia transcurrieron de asombro en asombro, de revelación en revelación». Es evidente que mantuvo ese asombro durante toda la vida. ¿De qué otro modo podría haberle escrito a su alazán al que un oscuro lazo de niebla pialó junto al barranco, si no le hubiera resultado asombrosamente dolorosa e incomprensible la muerte del caballo? Para ir de asombro en asombro, de revelación en revelación en la adultez es necesario conservar una generosa dosis de ingenuidad infantil de la buena, de esa que crece y se mantiene fresca aun plantada en el suelo estéril de la experiencia.

Además de Yupanqui, hay mucha otra gente que logra conservarla. El escritor español Juan José Millás dijo en una entrevista: «A mí me excita mucho la vida y me levanto por las mañanas con asombro». Por su parte, el argentino Jorge Consiglio declaró: «El asombro y la curiosidad te mantienen con vida».

Lamentablemente, según parece, el metabolismo del asombro también se ralentiza con el tiempo. A pesar de los esfuerzos que hago, noto que cada mañana me levanto con el asombro cansado. No sé cómo hacer para ponerlo en marcha. He llegado a mentirle diciéndole que bajó el precio del pan y de la carne, pero no hay caso, no reacciona. Es ingenuo, no idiota.

De todos modos, algo raro está pasando. No es sólo un problema mío. Creo que se ha puesto en marcha una campaña de desasombro. Una señora que afirma estar al frente de un importante ministerio dice que le fue revelado cómo mataron a un fiscal mirando una serie de Netflix. Nadie se asombra. Un rabino se disfraza de árbol en nombre de la ecología. Nadie se asombra. Una pitonisa de la política hace profecías mediáticas que jamás se cumplen. Nadie se asombra. Un presidente repite ante las cámaras de televisión siempre el mismo discurso absurdo flanqueado por dos obreros impolutos y rígidos con casquitos blancos que se parecen sospechosamente a los muñequitos de Playmobil. Nadie se asombra. Si el asombro nos hace humanos y nos mantiene vivos, ¿no seremos humanos o estaremos todos muertos?

Ahora veo con claridad por qué la gente acude en masa al teatro a escuchar a Darío Sztajnszrajber hablar de filosofía: va en busca del asombro perdido. Por la misma razón tuvo tanto éxito la serie catalana del profesor de Filosofía, Merlí. Es tan escaso nuestro asombro que debemos importarlo de Barcelona.

Si seguimos así, ni siquiera nos asombraremos cuando el presidente hable en castellano y presente su candidatura para las próximas elecciones en la Argentina. Temo que a este paso la campaña triunfe y el desasombro se transforme en un mal endémico del que no podamos curarnos nunca.

Ay, ya lo sospechaba. No me digan que también al asombro le quitaron el subsidio.  «