El bautismo es con una delgada lluvia de alcohol sobre las manos. Así arranca el protocolo para quien quiera ingresar al Abasto Shopping. Después hay que sonreírle a la cámara termográfica. Si el hombre de negro de la seguridad levanta el pulgar, recién entonces el fiel cliente, con su barbijo bien colocado, puede hacer su ingreso triunfal a esta moderna catedral del comercio.

Ya en el hall, un plasma informa con puntualidad la cantidad de personas que deambulan por los 116.624 metros cuadrados del edificio art déco con visos de brutalismo, diseñado en los años ‘30 de la vieja normalidad por el esloveno Viktor Sulčič. A las 15:50, hay 995 visitantes, el 49,75% de la capacidad máxima permitida de 2000. A cada uno le corresponden 15 metros cuadrados, ni uno más ni uno menos.

Desde la reapertura de los shoppings porteños, el pasado miércoles, la clientela ha sido más bien flaca, dice el vigilante de pocas palabras: “El sábado será el termómetro. Pero no se espera la ola de otros días de la Madre. Mucho más no le puedo informar. Por favor, circule”.

Circular. Es la palabra que más se repite en la señalética adaptada a la peste. Si algún distraído se demora eternamente chusmeando una vidriera, entra en acción la seguridad. “Circule”, repite el mantra cordial, siempre en el mismo sentido.

Más allá de la amena musiquita funcional y la iluminación siempre cálida, el panorama en los corredores es preocupante, con muchas –persianas– bajas. Según IRSA, la empresa que explota el espacio, solo el 75% de los locales están abiertos. Los más afectados son las «góndolas», los islotes en medio de los pasillos que alquilan pequeños emprendedores.

Solo como un náufrago quedó Hernán en el tercer piso. Vende paraguas e impermeables. “Se fueron las vecinas que vendían alpargatas y las chicas de los cosméticos veganos”, dice, y cuenta, aliviado, que después de 210 días concretó la primera transacción. “Una mochila impermeable de PVC. Hay que aguantar, de a poco la gente va a volver”. Siempre que llovió, paró, agrega. 

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(Foto: Pedro Pérez)

Al local del rubro textil que atienden Nicolás y Alejandra solo pueden ingresar cinco clientes. Eso advierte el cartel en la vidriera. “Volver a laburar ya es un paso adelante, terapéutico después de tanta incertidumbre”, asegura ella. Para incentivar la venta mantienen los precios de la época pre-Covid, y hasta un 20% de descuento. Sin posibilidad de que los clientes sientan la prenda sobre la piel, otro mandamiento innegociable del protocolo, el ojo de sastre del vendedor es fundamental: “Estamos entrenados. Veo el cuerpo y te digo el talle. Igual se puede cambiar”, informa Alejandra cerca de los probadores, una zona vedada que remite a un pasado lejano. 

El patio de comidas y los cines lucen un vacío ejemplar. “Me gusta un poco esta tranquilidad, que no quiere decir que disfrute de la pandemia. La gente es más higiénica y se puede recorrer sin estar apretujado. A esta hora, esto era un pandemónium”, comenta Vladimir, vecino de La Boca que se arrimó al shopping para comprar un juego de pilas recargables.

Durante el parate obligado, Danilo cambió la venta de exclusivos trajes por los mucho más populares productos de limpieza. “Pasé de ambos importados de 100 mil pesos a bidones de lavandina de $ 120. Tengo familia y hay que seguir comiendo”, explica el elegante encargado de Rocha, ataviado de punta en negro, con barbijo haciendo juego. “Hay que amoldarse, sobrevivir, no hay mucha vuelta”.

En la parada histórica sobre la avenida Corrientes, frente a la salida del shopping, Dante hace tiempo arriba de su taxi: “Nuestra peste son las aplicaciones ilegales. Acá la pandemia llegó cuando vino Obama, en la época de Macri”, dice el veterano laburante. Y sigue en la paciente espera del primer pasajero de la tarde. Bajo la sombra eterna del Abasto.