El primer día que usó el uniforme de los paracaidistas yanquis de la División 101 Aerotransportada, Martín sintió el peso de la historia sobre sus hombros. «Imagínese, 50 kilos suma el equipo completo. Casco, mochila, linterna, cantimplora, la pistola Colt 45, la máscara antigás, la ametralladora Thompson, el saco de gabardina y las botas, siempre lustrosas. Piense por un momento el instante del salto desde el avión en Normandía. Eso fue una locura», reflexiona el miembro activo de la Asociación Argentina de Recreadores de la Segunda Guerra Mundial.

Martín tiene 35 años, es profesor de Educación Física y uno de los padres fundadores de este colectivo nacido en 2014, un grupo de hombres y mujeres cuyo hobby es poner en escena el teatro de operaciones de la guerra que desangró a la humanidad a mediados del siglo XX: «Intentamos ponernos en los zapatos de esos soldados –advierte–, es una forma de honrar su memoria».

Desde chico lo apasiona desandar los senderos de la historia, quizás por los relatos que le recitaba su papá Alejandro antes de dormir: «Mi viejo es una enciclopedia viviente. Me contaba del hundimiento del Titanic, de cuando el hombre llegó a la Luna y de las guerras mundiales. A mí me gustaban las historias bélicas». El papá de Martín condimentaba las narraciones con grandes dosis de ficción en celuloide: «Me hizo ver todos los clásicos. Desde Casablanca hasta Los cañones de Navarone, El día más largo y, por supuesto, El gran escape». Ya adolescente, Martín tuvo una epifanía cuando vio Rescatando al soldado Ryan: «Quedé enloquecido con las historias sobre el Día D, más tarde me fanaticé con la serie Band of Brothers y en ese momento arranqué como coleccionista». Su primer fetiche de militaria fue el uniforme de un teniente paracaidista que saltó tras las líneas nazis en la madrugada del 6 de junio de 1944, el día que comenzó el ocaso de Hitler y su eje del mal. 

Hace un par de años, decidió contactar por Facebook a otros entusiastas como él. Del tiroteo virtual pasaron al encuentro cuerpo a cuerpo. El primer ágape no reunió un batallón, eran apenas tres mosqueteros con ganas de mostrar sus tesoros verde oliva: «Teníamos puro material norteamericano de colección. El primer evento fue en el Regimiento de Patricios. Ahí nos dimos cuenta de que para recrear ese conflicto, no podíamos pelear entre aliados. Entonces tuvimos que contactar a coleccionistas de pertrechos alemanes, italianos, soviéticos… Se fueron sumando de a poco. Esa fue la semilla del grupo». Poco después ya estaban listos para enfrentar su bautismo de fuego.

Juegos de guerra 

Según los manuales, el recreacionismo –re-enactment, según el término inglés que utilizan los entendidos del género– se define como la rigurosa reconstrucción en vivo de un acontecimiento histórico. Las verdaderas falsas batallas del recreacionismo tuvieron una incipiente ofensiva en el Reino Unido durante los años ’70, con las campañas napoleónicas como temprano hit. Aquello fue el inicio de un fenómeno que actualmente mueve a miles de fanáticos y espectadores de todo el planeta, sedientos por presenciar en vivo y en directo lo que los libros de historia no pueden resucitar.

«Es algo vivencial, que ayuda a entender el momento histórico en su totalidad. Se puede leer un libro sobre la Segunda Guerra Mundial, pero no es lo mismo. Lo que yo quería comprender era qué sentía el tipo enfundado en ese uniforme. No el líder, sino el soldado de a pie, que muchas veces era reclutado a la fuerza», explica Joaquín Oubiña, profesor de Historia y coordinador de la asociación. Describe que la recreación es la etapa final de un largo recorrido de formación, estudio, aprendizaje y producción del pasado, llevado a un nuevo plano, el de la experiencia propia: «A esto se lo llama arqueología experimental. Antes de meterme con la Segunda Guerra, yo hacía recreacionismo del Medioevo. Y puedo asegurar que ponerme una cota de malla y una armadura cambió la idea que tenía sobre la Edad Media».

Oubiña tiene un pasado ligado al modelismo. Es un gran escultor de diminutos barcos, figuras históricas y aviones. En el mundo del recreacionismo aterrizó luego de ver un show en una exposición de miniaturas en Escocia. Entonces comenzó a aplicar la disciplina como recurso pedagógico en las clases de Historia que dicta en colegios secundarios de Esteban Echeverría, Monte Grande y El Jagüel: «Con los pibes de primer año llegamos a armar una legión romana. Los transporta en el tiempo». Desde la asociación lo contactaron hace dos años. Necesitaban un director de orquesta –mejor dicho, un estratega– que los ayudara a diseñar sus incursiones escénicas. Oubiña primero rechazó el reto: «Es que es un gran desafío abordar la Segunda Guerra. Es el conflicto bélico con mayor cantidad de pérdidas humanas de la historia. Se cometieron crímenes atroces. No es jugar a que somos el Sargento Sanders en Combate». Pero los soldados volvieron al ataque, hasta que Oubiña aceptó tomar el mando del proyecto, que hoy ejerce con mano de hierro: «El primer objetivo de nuestro show es el rol docente. También hacemos trabajo solidario, como visitar hospitales y apoyar campañas para la donación de sangre. No se trata sólo de algo estético. Yo soy muy detallista. Más de una vez me ha tocado bajar a un compañero del acto porque llevaba un calzado que no correspondía con el uniforme o por usar una réplica de un arma que salió al mercado tres meses después de la batalla que estábamos representando. Pero esa puntillosidad es la clave del recreacionismo».

Los vestidos y los muertos

En sus eventos, el pelotón practica cuidadosas coreografías bélicas, con la participación estelar de los «Pájaros de Guerra», un escuadrón de aviones a radiocontrol. La Luftwaffe y la Royal Air Force siempre dicen presente. Son naves de casi dos metros, capaces de lanzar pirotecnia que haría recular a John Wayne. 

La tropa hace gala de los uniformes icónicos. Muchas veces, explica Oubiña, conseguir la indumentaria original es una hazaña: «Recrearla también se complica. Estamos hablando de tela de hace 70 años, que no se fabrica más. Tenemos un compañero que saca los moldes a ojo y los diseña». Su madre María Elena, sapiente costurera, le salvó las papas más de una vez. Muchos rezagos se traen del exterior. Y recordar las epopeyas bélicas no es precisamente una actividad económica: «Una chaquetilla puede costar unos 4000 pesos. Por su simpleza, los uniformes soviéticos son los más baratos».

Cada tanto, luego de poner el cuerpo en el ficticio campo de batalla, reciben el saludo de familiares de excombatientes: «Nos felicitan por el compromiso con que encaramos nuestra tarea –resalta Oubiña–. Un hijo de un miembro de la Resistencia polaca un día me abrazó y me regaló el águila que llevaba su padre bordada en la gorra. Fue muy fuerte». La experiencia se replica cuando encaran recreaciones sobre la Guerra de Malvinas. Martín nunca olvida un show que hicieron en un centro de veteranos de Florencio Varela: «Nos decían que era un honor. No olvidarlos es el mejor homenaje».

En su faceta de actor bélico, Joaquín Oubiña se puso en la piel de incontables soldados anónimos. Sin embargo, el año pasado se permitió encarar un homenaje especial: «Hice de Clark Gable. Muy pocos saben que a sus 40 años, luego de la trágica muerte de su mujer, se enlistó y fue artillero de un bombardero. Me dejé hasta el bigotito. Por un rato, me sentí un galán». «