Mirna a través del espejo. Vestido corto bien ceñido al cuerpo, pañuelo de seda escarlata, collares prendidos al cuello, finas pestañas kilométricas, peluca rubia larga y lacia y –de sólo mirarlos dan vértigo– encumbrados stilettos. Un instante más frente al espejo para corregir el labial y listo. Toda una lady. 

«Esto es muy simple: cuando termino de maquillarme y me calzo la peluca, desaparece el varón y entro en modo femenino», explica Mirna, mientras taconea, delicada, por el departamento donde funciona la firma Crossdressing Buenos Aires, un emprendimiento que brinda espacio reservado y un minucioso asesoramiento a los caballeros que gustan de hacer realidad su fantasía de vestirse de mujer.

Mirna aclara que el círculo de los crossdresser porteños no es tan pequeño como aparenta. «Lo que pasa es que hay muchos prejuicios y por eso no se cuenta abiertamente. Imaginate si cruzamos al bar de la esquina y les digo a los parroquianos que me gusta vestirme de mujer. Lo primero que dirían es que soy puto. Y no, querido, a mí me gustan las mujeres, estoy casado y tengo hijos. Me gusta crear este personaje, la transformación completa, darle vida a Mirna. Un día rubia, otro morocha. La posibilidad de mutar, que generalmente los hombres no tenemos. Es un cambio de 180 grados de mi vida diaria de varón. Cruzar al lado B.» Un pasaporte efímero, para atravesar la frontera de la delgada línea rosa.

A los once años, cuenta Mirna, tuvo sus primeras excursiones al lado B. Era fana de Kiss. Cuando sus padres salían a trabajar, aprovechaba para entalcarse la cara como el gatito Peter Criss o el estrellado y más glamoroso Paul Stanley. Lo hacía encerrada en el baño, su mundo privado. «Era un juego con el espejo. Me llamaba la atención saber quién se ocultaba atrás de ese maquillaje.» Pero un día, dio un paso más: «Agarré un rouge de mi vieja y a ese mimo le agregué los labios rojos. Después algo de sombra celeste. Hasta que decidí sacar el talco y descubrí algo raro: una mujer».

La siguiente escena se desarrolla en el aula de un colegio industrial, a fines de los ’70, durante una clase de Lengua y Literatura: «Mi profe montada en sus botas de taco alto –rememora Mirna–. Ella: toc, toc, toc en el frente. Y yo desde el pupitre preguntándome qué se sentiría estar sobre esos tacos». La respuesta la encontró en el ropero de su madre: «No había botas, pero sí unos taquitos. Me los puse con las medias azules del colegio y de golpe comenzaron las sensaciones». Un mundo de sensaciones.

Algunas semanas después, otra vez frente al espejo, empezó a afinar el ojo: «De repente me di cuenta de que las medias del cole no pegaban y me puse unas pantis color verde. ¡Uf, esa sensación del nylon sobre la piel!  Después fue probar un corpiño, para ver cómo se sentía. Pintarme los labios, caminar con los tacos. Era el despertar de las hormonas adolescentes. Me daba placer.”

Mirna pone stop en la narración. Se toma unos segundos, da vuelta la cinta y presiona play al lado A, la historia de G. ¿Qué puede contarnos? «Que desde aquellas experiencias, fue pasando el tiempo. Me puse de novio, me casé, tuve hijos. Estudié ingeniería, me especialicé en gas y petróleo. Nunca dejé de ponerme los tacos y la medibacha, pero mi primera mujer nunca lo supo.»

En el ocaso del siglo se divorció. En esos días difíciles, Internet le abrió un nuevo mundo: los chats y webs cross: «Las vestimentas cruzadas, que es un palo diferente al travesti. Hasta ese momento, a lo sumo se encontraban en una página avisos con connotaciones sexuales del tipo ‘te maquillo, te visto y te la pongo’. Pero yo andaba buscando algo distinto». Un día, por casualidad, descubrió un mensaje enigmático entre los avisos parroquiales del sitio travestis.net. Anunciaba los servicios de Crossdressing Buenos Aires. «Me acuerdo que había caído en cama con una gripe atroz de una semana. Pero al séptimo día me levanté, me afeité –entonces usaba una larga barba–, tomé coraje y llamé. Me atendió Claudia, nuestra hada madrina. Al rato estaba en su departamento.» Fue la primera vez que pudo verse transformada de pies a cabeza. Pudo cumplir su fantasía más privada. Más deseada. Nació Mirna Ladyrouge.

Esta historia tiene un bonus track. Mirna cuenta que su actual pareja conoce su lado cross: «Me llevó un tiempo blanquearlo y que mi mujer me entendiera. Pero lo habló con su psicóloga y todo bien. No me vio nunca ‘montada’, no quiere perder mi imagen masculina. En el medio tuvimos dos fiestas de disfraces. Adiviná de qué fui disfrazada. De Batman o de D’Artagnan, obvio que no».

Cross country

Claudia Molina es una pionera. Experiodista, ducha maquilladora, dio sus primeros pasos en el gremio cross poco después de que el país se hundiera por la crisis de 2001. A la deriva, había perdido el trabajo y buscaba un salvavidas que la rescatara del tsunami económico. Una charla con un amigo de toda la vida le marcó un nuevo rumbo: «Me contó que le gustaba vestirse de mujer, sentir la ropa femenina sobre su piel por un ratito, cuando le pintaba. También me dijo que no era el único. Yo no tenía ni idea sobre el crossdressing.» Pero empezó a indagar en la materia y entró a los pocos chats que había: «Era un tabú total. Si ahora cuesta hablar estos temas con la familia, imaginate antes. Mi amigo me dijo que andaban necesitando un espacio, un lugar que brindara asesoría en maquillaje».

Al principio fue un emprendimiento familiar. La madre modista de Claudia le daba una mano para adaptar los vestidos. Su padre, exmilitar, colaboró como maniquí, a la hora de probar la nobleza de las prendas extralarge. Mirna fue una de sus primeras clientas: «Fue como el bautismo de fuego –cuenta Claudia en el living de su reino repleto de pelucas y zapatos–, pero con el tiempo me di cuenta de que, la mayoría de las veces, el que venía tenía más miedo que yo».

Sus dotes como maquilladora y asesora de vestuario tuvieron que combinarse con la contención psicológica: «Para muchos, es como cruzar una barrera, y surgen muchas preguntas, sobre todo entre los que están casados y tienen hijos. Pero con el pasar de los años, todo cambió. En la actualidad, tres de cada diez clientes llegan porque se lo piden sus mujeres».

La sesión de dos horas en el departamento sobre la avenida Belgrano tiene un precio de 1200 devaluados pesos. Por 800 más, el caballero puede sumar el portfolio fotográfico que inmortaliza la experiencia. Por su ubicación céntrica, cuenta Claudia, son varios los clientes que se acercan en horario de almuerzo laboral: «Una vez por semana se dan el gustito». Su trabajo es pura creación: «Hay tipos que llegan y me dicen que quieren parecerse a Jennifer Lopez. Pero no hago magia, hay veces que el cuerpo no acompaña. Y cuando se miran al espejo, por ahí descubren que se parecen a una tía.”

La Banda del Golden Cross

Hace más de una década, Mirna y otras asiduas e ilustres concurrentes al departamento de Claudia Molina decidieron dejar el pago chico y ensanchar sus horizontes: «Queríamos sociabilizar, compartir experiencias o simplemente charlar sobre nuestros gustos. Las reuniones empezaron acá, en este living, nos juntábamos cada 20 días. Pero de repente nos empezó a quedar chico». Así nació La Banda del Golden Cross, un grupo de amigas que se reúnen religiosamente el tercer viernes de cada mes en bares y boliches friendly de la ciudad. Mirna es la maestra de ceremonias. Cuentan que hace delirar a la platea con sus playbacks de clásicos de Irene Cara y lady Baccara. 

«El común denominador es que nos gusta usar ropa de mujer, pero la verdad es que cada una tiene su historia», detalla Mirna antes de posar para el fotógrafo de Tiempo. Una banda súper variopinta. «Hay policías, arquitectos, pilotos de avión, tacheros, camioneros, militares y abogados. Quizá hasta algún compañero que tenés en la redacción se prende y vos ni te enterás. Sale del diario, se clava la tanga, se pinta, se pone una peluca y queda como yo. Si a vos te da curiosidad –Mirna giña un ojo y se ríe frente al espejo–, le podemos pedir a Claudia que te preste unos taquitos.» «