La muerte obnubila. Nos enfrenta a los mayores temores y expone nuestras vulnerabilidades. Cuando ocurre de manera inesperada la cosa es peor. Nos paraliza o actuamos por reflejo. La capacidad analítica se clausura. Puede ocurrirnos a todos, pero no nos exime de hacernos cargo de nuestros actos.

La muerte ocurrió el sábado pasado durante el recital del Indio Solari en Olavarría y la justicia deberá aclarar las causas que provocaron los decesos y atribuir las responsabilidades, tanto de la organización privada como del Estado. Lo que no podemos delegar a un tercero es la autocrítica por la forma en que actuamos esta semana.

Fuimos integrantes de medios de comunicación los que iniciamos la avalancha de versiones que incrementaron la angustia y el dolor hasta niveles impensados sin el chequeo de fuentes básico que obliga el oficio. Fuimos seguidores del Indio –los que estuvimos ahí y los que no– quienes primero avalamos un ritual peligroso y luego salimos a distanciarnos como expertos en organización de eventos o a negar obstinadamente los evidentes riesgos. Fuimos comentaristas de redes sociales, expertos de café y especialistas de ascensor, los que elevamos el sentido común al nivel de verdad revelada.

La muerte también ocurrió el domingo, cuando una mujer salió desesperada a la ruta entre informaciones trágicas para “rescatar” a sus hijos y en el apuro chocó de frente en la carretera. Sus hijos, que no se identificaron como «sobrevivientes» del espectáculo del Indio al que asistieron voluntariamente, la esperaban sanos y salvos en Olavarría. Esta muerte, y la angustia de una sociedad entera, parece que tampoco nos hace reflexionar. «