Su mano se esfuma tras el cortinado. Ese adiós es el último, eterno. Exaltación, desasosiego, reencuentro, un rato inconmensurable. Todo levita en el moderno estadio. Los sentidos se estremecen, enlazados con ese tipo que decretó el final de una relación. Se va pero advierte: «Que no nos arrebaten la alegría”. Quien la defendió como una trinchera, como Benedetti, fue lo primero que dijo esa noche.

Será, al fin, el momento de confesar, sin pudor, el amor a ese idolatrado hermano mayor (designado unilateralmente) que nos relató las vivencias de quien nació tres lustros antes. El afecto brotado desde el corazón que él tanto se masajeó la noche del adiós. Un amor compartido sin remilgos. Con millones. Con Juan, un amigo que también lo quiso bien, otro convicto de atrapar sueños al vuelo, de los que acuden cuando saben que yo espero. Con Patricia, esa novia que jamás le confesó su condición, que se enamoró a los 15 y no volvió a verlo (hasta este adiós) para no sufrir que se fuera sin ella. Pero estudió catalán, sólo para entender sus poemas. Y, como Penélope, sus ojos parecen brillar si un tren silba a lo lejos.

Ese tipo nos incitó a preferir el lunar de tu cara a la Pinacoteca Nacional. La española, si fuera poco. No sólo eso: El tiempo al oro, el instinto que la urbanidad, querer a poder, palpar a pisar, bailar a desfilar, disfrutar a medir. El que nos dijo que el mundo es de peaje y experimental, que todo es desechable y provisional.

Nunca pidió que lo siguiéramos pero, trovador al fin, le creímos, nos enterneciera o nos cabreara, lo requeríamos como referencia de tránsito. Y si alguna vez los rumbos se desencontraron, pues también de sus poemas aprendimos que nada es para siempre. Aunque un día se pueda retornar y una buena mirada o un abrazo conmovedor es capaz de borrar cualquier pasado.

El que se aleja es al que amamos porque le cantó al amor con la belleza de ningún otro. Iba cargado de locura cuando todo su cuerpo me tembló en los brazos: es que tuvo entre sus manos el universo e hicieron del pasado un verso perdido dentro de un poema. También de la dulzura de los debutantes preludiando la sinfonía del hombre y la mujer. Y del hastío: menos tu vientre, todo es futuro, fugaz, pasado, baldío y turbio. Le cantó a la campesina: tiene añoranza el río de tu cara y tu sed. A los formales, gustosos a besar sin usura. A su mujer que no necesita bañarse en agua bendita y a la que perdió ya que no confiaba en él y quiso estar seguro. Y aunque las musas han pasao de mí no haga otra cosa que pensar en ti.

El que invita a subir al Carrousel del Furo, su abuelo, y recuerda: No se sorprenda si al girar, la luna le hace un guiño.

Tres veces estuvimos en diálogo franco, siempre demasiado breve. En la primera rehusó responder si seguía creyendo que nunca es triste la verdad. Tal vez por eso elegimos probar a crecer que a subirnos a un taburete. La última tuvo la magia y la espontaneidad de lo inesperado: este escriba charlaba con Roberto Fontanarrosa, cruelmente enfermo, y desde atrás surgió una voz entrañable que chuceó al Negro querido. Una inmensa ternura se entreveró en un trío que desbordó de lances políticos, sociales, personales, y muy futboleros. Él se llevó un libro de regalo del que jamás hizo la devolución literaria prometida.

Ese mensajero del destino que nos anticipó que, como padres, lo seríamos sin saber el oficio y sin vocación y adelantó que nada ni nadie puede impedir que sufran. Nos arrancó otro requiebro por la embarazada que salpica niñez en la dejadez de su balanceo. A su suegra, le espetó: Cuando se abre una flor, al olor de la flor, se le olvida la flor, y le prometió que su hija volvería antes de que den las 10. Pero luego de hacer el amor.

El cantante de voz cascada y temblorosa, entonación cerrada, sonrisa brillante, ojos pícaros, manos expresivas. Aquel soñador de pelo largo. Este abuelo que se bancó casi tres horas de escenario con la contención artística de un amigo íntimo, Ricard Miralles. El mejor intérprete de Hernández, el cantautor que retrató una pena grande por Manuel, o por Lucía, o el terrible dolor que un padre grita desde la cárcel: tu risa me hace libre, me pone alas. O satiriza al rey del país del sueño y la quimera, ese cochino que en una piel dulce de 20 años olvida los desengaños de diez lustros de amor. También a quien revela el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza.

El catalán que invita a vagabundear o pinta el lacerante olvido de ese pueblo que de no ver nunca el mar, se olvidó de llorar. Les cantó a las moscas inevitables, golosas; a la paloma que se equivocaba; al mar porque lleva tu luz y tu olor, pero le reconoce que a fuerza de desventuras, tu alma es profunda y oscura.

Al padre le clama, en catalán, que el bosque ya no es el bosque y que deixeu de plorar que ens han declarat la guerra.

Ese socialista de padre anarquista y abuelo fusilado, con  algo personal con cierta gente, que retomó las banderas de papel lilas, rojas y amarillas. Siempre le cantó a la libertad. Por él pagamos dinerales en cada entrada, o nos empapamos como en una zambullida a su Mediterráneo, aun cuando fuera por la lluvia descerrajada en Ferro, en un recital en honor a las Madres. Aunque esa noche no cantó, en la culminación de la melancolía, que detrás de los cristales, llueve y llueve ni que por una sonrisa doy todo lo que soy. El que hurgó en la filosofía del tapete, el compañero y el punto. El que definió la amistad como gorriones presos de un mismo viento tras un olor de mujer.

El artista que cantó: Mi fruto, mi flor, mi historia de amor, mis caricias.

Cuando recordamos una consigna que hace arder el pensamiento, la asociación con el contexto es forzosa, inapelable: musicalidad, alegría o tristeza, pasión o exaltación, recuerdos o realidades, siempre con belleza. Se replican centenares en la memoria. Por asumido fanatismo, el que las elige ahora sigue el mero camino del caprichoso gusto personal. La pasión hace todo más subjetivo. Si no lo fuera, no serían estas reflexiones.

Es ese señor que recitó con lágrimas en los ojos: Por la mañana rocío, al mediodía calor, por la tarde los mosquitos: no quiero ser labrador. El hermano que, en la ocasión postrera, nos habilita la dignidad del ocaso y nos convida a gritar para la libertad. Con quien se nos eriza la piel y faltan palabras, porque ya somos gente grande y sabemos que de vez en cuando la vida se suelta el pelo e invita a salir con ella a escena.

Habrá que seguir desempolvando aquellas pequeñas cosas que no mató el tiempo y la ausencia aunque siempre las lloremos cuando nadie nos ve.

Gracias Nano, hasta la vista… «