De cabeza. En su caída libre desde la plataforma de tres metros, Azul Chiorazzo dibuja firuletes dignos de un cuadro invertido del uruguayo Joaquín Torres García. Corporal pintura al agua que termina en las profundidades de ese cielo húmedo llamado pileta. Si el sur es nuestro norte, el techo del mundo para los clavadistas es la pileta. «Los saltos ornamentales tienen algo de artístico, algo de deporte, algo de acrobacia –confiesa la joven al salir sin transpirar del ojo de agua hundido en el Parque Roca–. Nosotros no buscamos llegar alto, sino dejarnos caer para alcanzar la belleza.».

Chiorazzo saltó al reino del revés del clavadismo en 2019. Brincó desde el elástico gremio de la gimnasia artística, donde fue estrella rutilante de la Selección nacional. Suerte de Nadia Comaneci nacida y criada en el Conurbano. Por volteretas de la vida, una hernia de disco la jubiló a los 13 años. «Venía de diez años de carrera y no quería dejar de hacer deporte. Me recomendaron la natación. Arranqué, me aburría horrores». Acostumbrada a dar mil y un giros sobre la tierra, Azul quedaba con gusto a poco con las insípidas vueltas americanas acuáticas. Un profesor del Cenard le tiró un salvavidas antes de que se fuera a pique: «Me habló de los saltos ornamentales. Yo ni sabía que existía el deporte. No es muy conocido. Fui, subí al trampolín de un metro, piqué y volé». Pocos meses después del bautismo de vuelo, ya tiraba tirabuzones, planchas, mortales y vaya uno a saber qué giro inverosímil más. 

En la tarde de un martes tórrido, Azul yira yira sin descanso por los aires: «Estoy en el seleccionado; clasifiqué a los Juegos Odesur. Para mejorar, entreno todos los días. Es sacrificada nuestra vida, pero me encanta. A veces hay lesiones, te duelen los hombros, tenemos contracturas y algún golpe te das». Antes de escalar hasta la cima de la plataforma, un Aconcagua de diez metros de altura sobre el nivel del mar, la clavadista habla del desafío mayor que debió enfrentar: saltar desde la cumbre. «Me costó casi dos años vencer el miedo –resume–. Llegaba arriba y no podía tirarme: algo me frenaba, mucho vértigo. Pero un día me tiré. En el fondo todas las alturas son iguales, la clave es la técnica y disfrutar. Al final, el agua siempre te salva».

Giros mágicos y misteriosos para estimular la elongación.
La escuela de formación es gratuita y funciona en el Parque Roca.
Foto: Diego Diaz

Arabesco arácnido

Salto atrás en el tiempo para armar una (im)posible genealogía del clavadismo. Nos zambullimos en la Antigua Grecia, donde estoicos muchachitos se tiraban al mar desde los empinados acantilados de la península del Peloponeso y de las Islas Eólicas. Los eruditos mencionan el katapontismo, rito vinculado a la ordalía, el castigo y el suicidio. Dicen que la poeta Safo saltó al Jónico desde la blanca roca Léucade, el sitio elegido por los desenamorados para terminar con sus desdichas. Alto mal de amores.

Ahora llegamos hasta la italiana Paestum, la antigua Pasidonia griega, donde un arqueólogo descubrió en el techo de una necrópolis, durante los años ’60 del corto siglo XX, una enigmática pintura de un clavadista en pleno vuelo eterno. La obra es más vieja que el hijo de dios, fue coloreada circa el año 480 antes de Cristo. «La tumba del Tuffatore» –»nadador, clavadista, buzo», tan polisémico es el italiano– es de una belleza inmortal. La escena del pibe anónimo que se lanza con su desnuda elegancia y gran estilo desde una torre es resplandeciente, hermosísima y, a la vez, enigmática. Es una de las obras de arte más estudiadas de la historia. Ríos de tinta han fluido para descifrar su significado: que simboliza el paso al más allá, el intervalo entre dos nadas, el vuelo al mundo del conocimiento y la mar en coche. Me gusta pensar que también es una escena real –que no es sinónimo de trivial–; una instantánea de un hedonista heleno enamorado del cielo y del agua. El vuelo y el nado. Hay un proverbio griego que iguala no saber nadar a no saber leer. El escritor Eugenio Montale, Nobel de Literatura en 1975, le dedicó un poema ejemplar: «El Tuffatore captado al relantí / dibuja un arabesco arácnido / y en esa figura tal vez se identifica / su vida».

Un giro para adelante nos acerca al siglo XIX, cuando gimnastas europeos, algo cansados de los golpes en seco, comienzan a utilizar piscinas en sus rutinas. Será la génesis de la disciplina tal cual la conocemos, con saltos ornamentales desde flexibles trampolines y tiesas plataformas. Fueron acogidos por los Juegos Olímpicos de 1904, celebrados en Saint Louis. Participaron sólo varones. Las damas tuvieron que esperar hasta Estocolmo 1914. Los sincronizados en pareja ingresaron en Sidney 2000.

Por su faceta deportiva y combativa, el atleta Greg Louganis fue el Maradona de los clavadistas. Breaking The Surface, una peli un tanto pochoclera, narra sus elevadas andanzas y desandanzas. Instantáneamente las imágenes llevan a los oros que ganó en Seúl 88, después de golpearse la cabeza contra el trampolín. Louganis es gay y VIH positivo, activista tiempo completo para garantizar derechos. Un barrilete cósmico.

El 70% del entrenamiento es en seco.
Foto: Diego Diaz
«En las caras de las chicas y chicos ves esa mezcla de placer, alegría y pasión. Vencen sus miedos».
Foto: Diego Diaz

Con altura

Estados Unidos, China y Rusia son las potencias del deporte en el presente. Pero no hay que olvidar a los hermanos mexicanos: Acapulco es «playa santa» para los fieles. En el DF funciona la escuela más importante de América Latina. Muchos atletas y entrenadores argentinos se han formado en sus pináculos. Andrea De Ruvo, su marido Carlos «Caio» Moreno y Gabriel Hausberger son egresados de la alta casa de estudios azteca.

De Ruvo salta desde los 14 años. Acumula sobre sus espaldas casi cuatro décadas de clavados, con hazañas volantes en el equipo nacional. Es profesora de Educación Física y uno de los motores de la escuela de formación gratuita que funciona en el Parque Roca. «En Argentina es a pulmón. Se practica en sólo cinco ciudades: Córdoba, Mar del Plata, Jujuy, Capital y en varios clubes de la provincia de Buenos Aires. Los trampolines son caros, las plataformas –de tres, cinco, siete y medio y diez metros– no tanto, y la pileta tiene que tener una profundidad de cinco metros por seguridad», aclara la docente, al tiempo que da instrucciones al grupo de pupilos que entra en calor sobre colchonetas y camas elásticas. Roles, verticales, conejitos, medialunas. Giros mágicos y misteriosos para estimular la elongación. El 70% del entrenamiento es en seco.

Desde el borde de la pileta, el pampeano Caio Moreno observa los vuelos de sus pichones. La escena parece un documental de Leni Riefenstahl. Caio, de 56 años, define al deporte con una palabra: «Adrenalina. Siempre fui corajudo. Con precauciones, me tiré de balcones, muelles, terrazas, puentes… Si da la profundidad, por lo menos me tiro de palito. Una vez estaba en un crucero de 13 pisos y me dieron ganas. Pero no soy suicida. Y seguro no me volvían a buscar». A la hora de definir las cualidades del salto, Moreno destaca la buena salida, el control del cuerpo durante el segundo y medio que dura el vuelo a casi 70 kilómetros por hora y la entrada perpendicular en el agua, para darle mucha espectacularidad y poca salpicada. Variables que analizan los jurados en las justas. «A los pibes les atrae la sensación de volar –cierra Moreno-. En sus caras ves esa mezcla de placer, alegría y pasión. Vencen sus miedos».

¿Miedo? Esa emoción no existe para Gabriel Hausberger, entrenador del Club Banco Central y de la escuela del Parque Olímpico porteño. Por fuera de la docencia, el exseleccionado argentino organiza campeonatos de saltos de altura. Los valientes se lanzan desde ¡27 metros! «No hay que pensarlo tanto –sentencia Gabriel–. En realidad, no tenemos tiempo de pensar demasiado. Saltás, sentís esa sensación hermosa de estar en el aire, sos un avión, y entrás al agua derechito, firme. Es tan lindo volar».

El cierre a toda orquesta es para el joven Lautaro Oubel, saltador oriundo del sabatiano Santos Lugares. Antes de despegar desde la plataforma de tres metros, con tono existencialista confiesa: «Al salir ya sabés el 90% del destino de tu salto, si vas a caer bien o mal. Tuve golpes, pero siempre hay golpes en la vida, ¿no?». Oubel se deja caer, tira una mortal atrás, entra al agua clavado como una estaca. Una pinturita de David Hockney. El gran splash.

De cabeza al agua y el salvador splash.
Foto: Diego Diaz
Charly y el noveno piso

Uno de los mayores paradigmas del clavado en la historia argentina es Charly García, cuando se tiró del noveno piso de un hotel de Mendoza en el verano del 2000. Durante la noche en un pub una mujer le partió un vaso en la cara por no querer sacarse una foto. La policía se lo llevó a él. Embroncado por la injusticia, testeó desde su habitación el salto a la pileta tirando un equipo de música y después algo liviano. Se tiró en el medio de ambos. «Me di cuenta de lo que hice cuando estaba en el aire. La primera parte del salto, que es cuando todavía estás bajo la influencia de tus músculos, es una cosa. Y después te chupa la gravedad y bajás como un meteorito». Cuando cayó le preguntaron qué sintió: «Lo hice muchas veces. Me gusta tirarme. Siento vacío y después el agua mojada».