No me gusta nada el tiempo que vivimos. Pero nada, ¿eh? Y el que ya está cerca, tampoco. Es altamente probable que las madres de un futuro no demasiado lejano sustituyan uno de sus más clásicos espadeos verbales con sus hijos (me refiero al típico «Nene, callate la boca de una vez») por otra forma más representativa de tiempos y costumbres. Mandará, entonces, un «Te muteás, mocoso» o «Muteadito, te dije». Y está entre las posibilidades que transcurrido un tiempo considerable en silencio, los niños necesiten volver a manifestarse y consulten: «Mami, ¿ya me puedo desmutear?» Las jerarquías – las mismas con las que durante décadas, o acaso siglos- chapearon mujeres y hombres en nombre del amor filial quedarán completamente en duda o, al menos, en suspenso. O en silencio. O muteadas.

La pandemia obligó a un importante cambio de hábitos. Una extensa variedad de reuniones, acuerdos, decisiones y trabajos cotidianos debieron resolverse a través de chateos o por Zoom. Si todo sigue parecido también las fiestas de 15 e incluso los casamientos se celebrarán por esas vías. Desde la porción de torta y la copa de champagne a la temperatura ideal al «Sí, quiero» de los novios dependerán de aplicaciones y el souvenir del festejo llegará a cada uno de los invitados a través de un mensajero de Rappi. Asimismo, el tiempo en los medios de comunicación masivos que, como se sabe, es tirano, se volverá aún más déspota. Y aquellos minutitos de fama que en 1968 el artista plástico Andy Warhol estipuló generosamente en 15 se convertirán en segundos. El estudio de televisión de los actuales canales de noticias consistirá en una cinta transportadora industrial donde cualquiera que tenga algo para declarar, informar, decir o auspiciar deberá, después de maquillarse, montarse en ella y dispondrá lo que tarda un suspiro para despachar su mensaje frente a las cámaras. Políticos de alta, mediana y baja gama, jugadores de fútbol, vendedores de fantasías, panelistas de ambos sexos tendrán que adiestrarse en esa técnica de la instantaneidad y unos protagonistas importantes serán los que, a cambio de elevados presupuestos, los coucheen en esas nuevas e inevitables habilidades. Es posible que los debates presidenciales dejen de requerir ideas, propuestas y chicanas, sino que se resolverán entre los que menos temor y prejuicios tengan a exponerse en Tik Tok. Del otro lado estaremos nosotros, el respetable público que frente a plasmas cada vez más gigantescos tendremos que hacer cursos de lectura veloz, de apreciación emocional y de interpretación de gestos. Aunque con muy elevada probabilidad de seguir entendiendo muy poco. Ampliaremos.

II

Mis resquemores a la existencia que nos tocó y cuyas decisiones aceptamos con demasiada resignación se extienden y se amplían significativamente respecto a la cantidad de claves (contraseñas, identificaciones, usuarios, pins y una enfermante clase de códigos alfanuméricos) que la vida de hoy nos exige tener solo para demostrar que no somos un robot. Aunque a veces lo parezcamos. Mi actividad cotidiana está cercada por más de veinte o treinta claves diferentes, si es que ya no son más. Es imposible ignorarlas. Son los nuevos signos de estos tiempos y funcionan a la manera de secretas formas de poder. No somos nada sin estas señas particulares invisibles. Obvio: me dirán, mucho más serio, o grave es la desprotección y que eso habilite a que se queden con lo de uno. Lo que intimida es que cada vez sean más. Y lo insaciable de esa búsqueda de seguridad es que se modifique permanentemente. Cuando ya habíamos aprendido a dominar el bingo de la tarjeta de coordenadas, la impaciencia de los bancos impuso la obligatoriedad del token. Durante siglos, pensadores y filósofos se molieron la cabeza buscando claves decisivas y superadoras y lo hicieron con inteligencia y espiritualidad. ¿Para qué? ¿Para que en la tómbola de nuestra memoria todo pase a depender de unas cuantas letras y varios numeritos? Un siglo y medio después, aún no terminamos de resolver del todo el apasionante intríngulis de la lucha de clases cuando ocupamos nuestra mente con la lucha de claves. Cualquier confusión, distracción o extravío mnemotécnico puede ser el preámbulo del peor día de nuestra vida.

III

Sépanlo: lo volvieron todo mucho más difícil, inentendible, complicado. Al punto que en Internet circulan tutoriales que instruyen para crear contraseñas. Un día de estos aparecerá, en el género de autoayuda el libro de Las 1000 y una claves.

Acéptenlo: semejante cantidad de pasos y tamaño número de deliberaciones virtuales cansa y desgasta. Al menos a mí, no me ahorra nada y, al contrario, me quita.

Entiéndanlo: todavía en plena vigencia de las ocurrencias del dios Zuckerberg (para adentrarse en las andanzas de este muchacho ver las excelentes notas de Mariano Moyano en este diario) seguiremos necesitando personas, miradas a los ojos, gente frente a frente, respuestas consistentes.

Claro: todo este escenario se agravó con la pandemia, por las consecuencias de una severa restricción de los accesos y por penosas solicitudes de turnos. Los bancos, que con coronavirus o sin él, la siguen levantando en pala (sencillamente porque sí o sí todos tenemos que estar bancarizados) pero en las sucursales cada vez las ventanillas son menos y los oficiales de cuentas se cuentan con los dedos de una mano. Las empresas de servicios ofrecen números telefónicos que son, en rigor, módulos de desatención al cliente. Muy de vez en cuando obtenemos en ellos las respuestas que necesitamos y, en general, luego de enervantes esperas, nos conectan con mensajes grabados, musiquitas funcionales y con el sambenito de que “en este momento todos nuestros operadores están ocupados”. Nuestro auténtico día de suerte es cuando nos cruzamos con alguien que entiende que su tarea tiene demasiado de servicio al prójimo. Vale decir, un ser humano que en su pecho ostenta una identificación, a la que podemos llamar por su nombre, que tiene una cara, una expresión, una voz como la nuestra, a la que se la puede saludar, hablar y al final, si cabe, decirle muchas gracias. Sentirnos escuchados y contenidos nos lleva a pensar que no todo está perdido.«