Capítulo 1 – La previa

Lo peor aún está por venir” (Celeste del Bianco)

Es domingo por la noche y Luis Marchisio está en su casa de la ciudad de Neuquén estudiando la fórmula de consumo de oxígeno. Es kinesiólogo especializado en rehabilitación  neurológica, pero en el Hospital Bouquet Roldán lo necesitan para las salas de internación general y de cuidados críticos. Es un lugar de baja complejidad que se está preparando para lo que viene. No tienen quirófano ni terapia intensiva, pero saben que el hospital central no dará abasto. Luis Marchisio no lo sabe, pero en unos meses las salas de internación ya no atenderán a diez pacientes sino a treinta, y con patologías gravísimas.

Hay solo dos kinesiólogos especializados y Luis Marchisio comienza un curso online de rehabilitación pulmonar para sumarse al equipo. Durante semanas entrena con sus compañeros, estudia en sus ratos libres y actualiza conocimientos específicos. Duda de la calidad de los elementos de protección personal que les entregan. Ve las imágenes de Europa y va a un negocio de seguridad: compra barbijo, antiparras y escafandra. Las mismas que usan los trabajadores de los pozos petroleros. El domingo 19 de abril llegará el primero de seis vuelos de Aerolíneas Argentinas desde Shangai, China. Un viaje de 62 horas para traer 13 toneladas de material para la detección y tratamiento del coronavirus.

Su esposa también es médica. Durante una cena conversan sobre el futuro, se preguntan qué pasará con su hijo de catorce años si los dos se contagian. No saben mucho del virus y las vacunas todavía no son una posibilidad real.

“Lo peor aún está por venir”, pronosticó el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en una conferencia el 20 de abril, cuando las personas muertas en todo el mundo eran 170 000. En Neuquén, la pareja decide asumir el riesgo: “Decidimos que hay que estar, no hay forma de no estar”.

Luis Marchisio no lo sabe, pero durante un año juntará imágenes imborrables. Verá pacientes morirse en camillas sin sábanas, verá a un hijo entrar a terapia para despedirse de su padre, verá a otros trabajadores y trabajadoras de la salud cortando las rutas de la provincia por más de sesenta días para pedir salarios dignos y condiciones laborales seguras.

Luis Marchisio no lo sabe, pero se sigue preparando

Capítulo 3 – Semana récord ( julio – agosto 2020)

No me banco

(José María)

No me banco un solo reclamo de ningún compañero que  encuentre errores en lo ajeno y no en lo propio, ni una sola insinuación que se vincule a un trato distinto a unos o a otros. No me banco estar tan cansado y que llegue la noche, y no querer que llegue la noche porque tengo pesadillas y no duermo, y después me quedo dormido y llego tarde, y no me gusta, pero no puedo más. No aguanto más ver a una compañera llorando. No me banco que no esté Eugenia. No me banco a Eugenia. No puedo evitar llorar todos los días y necesito llorar todos los días. Es asfixiante y no me banco estos días. Igual creo que me la estoy bancando bastante, pero ya no me banco nada. Los días pasan y nos pasan un montón de cosas emocionales, vinculares, familiares, laborales. La tristeza y agotamiento se retuercen con la desesperación por no poder ver a mis hijos.

No me banco estacionar el auto siempre en el mismo lugar. Lo dejo cerca del área de unidades de traslados de cadáveres de las cocherías. Escucho llantos desgarradores y brazos que se unen. Veo cabezas que caen sobre el pecho de otros familiares y el personal, vestido con mono blanco, capucha, barbijo, máscara y guantes, consuela. Cada vez que me pasa esto me arrepiento de estacionar ahí. ¿Para qué sigo estacionando ahí? Me duele el pecho, me falta el aire, me dan cólicos que podrían terminar en diarrea. Siento que la cabeza me estalla y todos los síntomas que no siento se me vienen encima.

No me banco que la gente no se cuide, que no respete la distancia. No me banco ver las cervecerías repletas de gente amontonada. Yo soy un médico que se los pide desde una PC una noche de agosto. Yo no tengo la posibilidad de viralizar una campaña para que entiendan que, aunque escuches a un montón de ignorantes decir que no, creenos que es ahora.

Cap.ítulo 7 – Ayudame a respirar (marzo – abril 2021)

De nuevo a nadar (Eugenia)

Hoy es lunes. No es un lunes como el de hace un par de semanas. Es un lunes como cualquier otro de julio o agosto del año pasado. De los pacientes ingresados, la mayoría son sospechas o covid-19 detectables. Los pulmones en las tomografías vuelven a vestirse de blanco perdiendo su oscuridad característica. Muy pocas camas libres en el sector de internación general. En terapia, la mayor parte de las camas son ocupadas por neumonías por covid-19.

Dos residentxs hisopándose y unx de ellos dando detec table. Ambxs tenían administradas las dos dosis de Sputnik desde enero, pero ya sabemos que la vacuna no protege de contagiarse. Lo repetimos por si hay algunx distraídx.Tres aisladxs en el servicio y va la segunda semana del nuevo rebrote. Es imposible que me pregunte qué será de nosotrxs en un mes. Siento que no tengo resto.

En medio de todo esto, hay restricciones no tan restrictivas. Les digo a mis amigxs que no salgan, que no vayan a comprarse ropa, que no vayan a comer afuera. Me escuchan, pero también están cansadxs del encierro. Estamos llenxs de sentimientos de todo tipo, créanme que nosotrxs que repetimos “Quedate en casa” sabemos que no es gratuito el hecho de estar aisladx, pero créanme también que lo hacemos porque no queremos verlxs en una cama con unos pulmones vestidos de blanco sedientos de oxígeno.

“Catorce ventilados y dos en prono lúcido. La mayoría entre 40 y 50 años”, me escribe Alita, mi amiga terapista de un hospital de CABA. “Todas las camas de UTI ocupadas y el paciente más grande tiene 62 años”, me cuenta una infectóloga desde la clínica donde trabaja.

En el Comité de Crisis, los cuadros de resultados que se venían tiñendo de verde están  dando un evidente vuelco al rojo. El presidente de la Nación,  ahora mismo infectado por covid-19, anuncia las nuevas restricciones que regirán a partir del viernes.

Hace unos meses algunos colegas me decían que no creían que la segunda ola llegara tan cruelmente, muchxs otrxs decíamos que sí, pero creo que teníamos la esperanza de estar equivocadxs.

Esto no es un déjà vu. Esto es la segunda ola en medio de una comunidad que en su mayoría parece haber olvidado las normas de bioseguridad.

Segunda ola. Ahora, de nuevo, a nadar.

CAPÍTULO 8 – TSUNAMI (Mayo / junio 2021)

Lo que se lleva el virus (Celeste)

“La pandemia me está llevando la vida”, le dice Romina Chanquía a su marido Carlos y rompe en un llanto largo y nervioso. Mientras borra fotos viejas de su celular, siente la metamorfosis de su cuerpo después de un año de pandemia: ya no se maquilla ni usa aros, dejó de hacer actividad física, se cortó el pelo muy corto después de usarlo hasta la cintura por décadas, aumentó casi 20 kilos y dice que tiene ojeras de mapache. “Me miro en el espejo y no me encuentro, el brillo de los ojos se me ha apagado”, cuenta como si el celeste de su mirada pudiera extinguirse.  

Es enfermera del turno noche del Pabellón 5 de la terapia intensiva del Hospital Rawson, en la ciudad de Córdoba. Tiene 43 años y nunca pensó que vería morir gente joven todos los días. “Las camas se desocupan por muertes, no por altas”. Hace una semana ingresaron dos hombres de 30 años que habían estado en una fiesta clandestina. Fueron intubados, uno falleció a los pocos días y el otro sigue crítico. Ninguno tenía comorbilidades. Una mujer de 31 años entró a terapia después de esperar en la guardia a que se liberara una cama. Pidió hacer una videollamada con su pareja antes de que le aplicaran los sedantes: “Me van a dormir, no sé si salgo viva de acá. Te amo, te amo”. A los dos días falleció. A Romina Chanquía le pareció desgarradora esa escena y salió del cuarto, no soportó ver la desesperación de ambos. 

Son las nueve de la noche, suena el despertador e intenta levantarse para ir a la guardia. Sigue durmiendo, aunque sueñe con respiradores y personas sin aire. Su hija Fiorella, de ocho años, le insiste. Después es Nacho, de quince, el que hace el intento. Se levanta, se baña y camina ocho cuadras hasta el hospital. “Más allá de esos episodios, no dejaría de hacer lo que hago, por más que la pandemia me esté llevando la vida”, dice.

Afortunada (Eugenia)

Empezaron a vacunar en el hospital al personal de salud. Yo estaba a quince días de terminar mi receso y me dijeron que podía vacunarme cuando volviese, que había suficientes vacunas para todxs. Llegó el día. El lunes de regreso lo primero que hice fue ir al vacunatorio para recibir mi primera dosis.

Entré en el vacunatorio, la enfermera me aplicó la vacuna en mi brazo izquierdo mientras miraba a la cámara para que yo saque una selfi. “Esperá diez minutitos afuera y después te podés ir”. Me tomé un Paracetamol “por las dudas” y seguí con el día laboral habitual. A la noche tenía guardia en el sanatorio. Arranqué bien, pero a las 21 horas empecé con frío y dolor de cabeza. Me tomé la temperatura y tenía 37,6 grados. Le saqué una foto al termómetro y se la mandé a Nico. “¿¡Viste!? ¡Doce horas clavadas! Acompañado de dolor de cuerpo dentro de una hora más, chuchos de frío y mañana después de las 13 horas te vas a sentir algo mejor. Paracetamol y una buena ducha. ¡Me habrás puteado pensando en que tuve razón!”, me contestó. Tal cual lo vaticinó Nico: escalofríos y dolor de cabeza. Las chicas de la farmacia me mandaron un termómetro para que me controle durante la noche y efectivamente la vacuna estaba dando algunos de sus efectos adversos. 38,8 grados y subiendo. Hablé con el jefe y me dijo que me fuera, pero me sentía tan mal que ni ganas tenía de manejar 20 kilómetros. Además, tampoco quería irme y dejarle más trabajo a mis compañerxs, así que me quedé. Al otro día fui al hospital. Me sentía un poco cansada, María también. Pero a las horas ya nos fuimos sintiendo mucho mejor.

El día que recibí mi primera dosis eran muy pocos lxs vacunadxs en Argentina. Me sentí afortunada de ser de lxs primerxs en recibirla. Puede que muchxs piensen que fueron afortunadxs al poder quedarse haciendo el aislamiento en sus casas y no teniendo que trabajar desde el día uno y mucho menos rodeadxs de infectadxs, pero yo me siento afortunada. No puedo estar quieta, pero además trabajar es mi propio oxígeno. Poder hacer lo que amo, dejar mi granito de arena en cada contacto con lxs pacientes, haber podido recibir tempranamente una vacuna que consideré una suerte de posibilidad para evitar una eventual enfermedad grave. Y una esperanza, sobre todo una esperanza, de poder finalmente mirarnos sin barbijos y decir “ya pasó”.

Escribir, soltar, respirar y volver a ponerse el barbijo (José María)

Este diario empezó como un ejercicio de escribir para soltar. Pasaron días de desesperación por la falta de insumos, por la falta de tratamientos, por la falta de aire de nuestro primer compañero cerca de la muerte. Pasó la muerte y se llevó caras e historias, se llevó gente y a su gente.

Pasaron miles de cofias y camisolines, escraches, meses sin ver a nuestra familia, noches de insomnio, celulares que no aguantaron, compañeros que no aguantaron, pulmones que no aguantaron, negocios que no resistieron, residentes que se enfermaron y estaban lejos de sus seres amados.

Pasaron abrazos no dados de quienes se aman y días sin contacto, y contactos estrechos, y vacunas y antivacunas, y camas calientes y morgues frías. Pasaron equipos trabajando en equipo con gente que se trató mal para tratar de tratar bien, y cada día, cada vez que soltamos, necesitamos volver a llenarnos de oxígeno, porque al otro día todo sigue, y qué bueno que todo se desparrame por ahí (todo ese amor y sentimiento colectivo solidario), y qué bueno que estemos llenos de cuerpos buscando sus anticuerpos. Lamento que también estén los cuerpos que, en la parte triste de esta historia, no pueden ver más allá de su cuerpo y aún no entienden, que antes de toda esta pandemia, que antes de lo que elija cada uno para su vida, está lavida y estamos todos.

A los codazos, en cada llanto al nacer o en cada último suspiro al morir, en cada llorar de cansancio o reír para aguantar, en cada realidad o en la que nos tocó, estamos, estoy, estás, haciendo lo que podés, para poder contar, allá, en ese horizonte que veremos, a veces sí y otras no, que fuimos parte de esta historia que nos atravesó a todos, sin distinguir clases y geografías, en este mundo donde un virus hizo que todos seamos parte de un solo mapa.

Soltar y volver a respirar. Escribir, vivir la pandemia detrás de los barbijos y volver a escribir.

Mis recuerdos son borrosos; aquellos días de aplausos y cerrar la ventana y llorar porque no sabía qué hacer son difusos. Todo es borroso y está vivo al mismo tiempo, cada rezo y cada abrazo, cada momento desesperado, cada rostro y cada angustia, cada acción con una épica que nunca fue tal, pero me llenaba la adrenalina, todo eso está en mí y puedo estar seguro de que también está en cada persona que lea estas líneas, o que tenga las propias.

Escribir, soltar, respirar y volver a estar, detrás de los barbijos, en medio de una pandemia.

De eso se trató esto, nada más ni nada menos.

“Este libro se empezó a escribir a manera de catarsis”, aseguran. José María Malvido (CABA, 1977), jefe de la Unidad de Infectología y Control de Infecciones del Hospital Dr. Alberto Balestrini, y Eugenia Traverso Vior (Lomas de Zamora, 1984), médica internista, encontraron en la escritura una vía de escape para alivianar la carga de una pandemia que se pronosticaba voraz. “Escribir para soltar”, decían. A ellos se sumó la periodista Celeste del Bianco (Luján, 1983) que hizo un recorrido federal para saber cómo se vivía la pandemia a través de las voces de trabajadoras y trabajadores de la salud en todo el país

Las ganancias producidas por la edición del libro serán donadas al Hospital Dr. Alberto Balestrini.