Diva total. Peluca carré a lo Uma Thurman en Pulp Fiction, pestañas kilométricas orladas con plumas de fantasía y sandalias de taco aguja que dan vértigo. Esta noche nace una estrella: Dixie Valentine. Danilo, el padre de la criatura, confiesa que por ahora sólo le preocupa conseguir un rush rojo shocking para barnizarse los labios. «Es la primera vez que me transformo. Mi debut… Espero que no sea también mi despedida», dice el joven de 19 años y guiña el ojo derecho, sexy.

Se larga en Casa Brandon, Villa Crespo, la tercera edición de Divas Drag Race, que premia a las drag queens más carismáticas de la escena porteña. «La competencia es una excusa. Acá hay comunión, un espacio abierto para performatear, sumar fuerzas e ir para adelante. Sin dejar de lado el glamour, obvio», explica Nico, uno de los organizadores y a cargo de las bandejas de DJ. «Nos interesa darles un espacio a todos: drag queens, drag kings… Es una auténtica varieté con escenario y micrófono abierto. La última palabra la tiene el público. El aplausómetro define quién es la reina», dice el muchacho musculoso de pelada brillante, frondosa barba leñadora y botas bucaneras.

En la previa, Nico calienta la pista con ardientes clásicos de la música disco. La elección no es azarosa: las drag queens no pueden ser escindidas de esa estética setentosa. Tampoco de la teatralidad camp, y mucho menos de los brillos de la moda. Drag significa «ropa», y en la jerga teatral anglosajona designa a la vestimenta femenina para un actor masculino. Una drag queen es mucho más que un varón cross-dresser o un cultor del fetiche. Ni travesti ni trans, no vive bajo esa «regia» identidad las 24 horas. Con dosis desparejas de humor, exageración y barroquismo, las drags son personajes que nos hablan de los tiempos modernos. «Le suben el volumen a lo que está dando vueltas en la calle y no se dice. Y obviamente hacen gala de eso», asevera sin vueltas Nico, y enseguida hace explotar en los parlantes el inoxidable «Last Train to London».

La crónica cuenta que las drag queens fueron una parte fundamental de la cultura gay del siglo pasado. Del Pop Art de Andy Warhol a las caminatas por el lado salvaje que inmortalizó Lou Reed en su disco Transformer, sin olvidar el culto que les profesa Pedro Almodóvar. Las chicas no esquivaron el bulto en la primera línea de la revuelta de Stonewall, en la Nueva York de 1969, y desde ese momento se ganaron en buena ley su espacio en las carrozas de las Gay Parade a lo largo y ancho del planeta. En su versión criolla, en los años ’80, brillaron primero en los sótanos del under, aquel subsuelo de la patria sublevado en los tórridos años de la primavera democrática. Y en los ’90 fueron un faro en las noches porteñas, con sus andanzas y desandanzas en las pistas de El Dorado, de Bunker o Morocco.

«Hay toda una historia de las drag queens que nunca se cortó, pero creo que en los ’80 fue el pico, por las ganas de expresarse luego de la represión que arrastrábamos de la dictadura. En esos años, mis amigas tenían que escaparse de las brigadas de moralidad de la policía», recuerda Ignacio, mientras se maquilla los pómulos en el diminuto camarín. Nació en Casilda, vivió gran parte de su vida en Rosario y hace nueve meses se mudó a Buenos Aires. Es bailarín y actor todoterreno. Por las tardes trabaja en una obra infantil en la calle Corrientes. Esta noche subirá al escenario caracterizado como Putito Broadway: «Es más bien un hijo de una drag queen neoyorquina que se permite jugar. Es un híbrido, una máscara que me pongo, una construcción de mi cabeza. Me gusta ponerle el lomo», comenta. Para el artista de fibrosos brazos repletos de tatuajes, «draguearse» es toda una profesión, por el grado de detalle en la preparación del personaje y el método de maquillaje.

Antes de seguir su faena delineándose los labios, resalta el carácter inclusivo del encuentro: «Acá no participa exclusivamente la gente del mundo drag. También se interpretan cuentos o se leen poemas, es un espacio abierto. Está bueno romper el género. Acá la única vedette es la libertad.»

Antes muerta que sencilla

Matías tatúa con parsimonia las cejas de Irupé, la Reina del Camalote. La Beyoncé guaraní está casi lista para hacer su entrada triunfal en el escenario. Es de San Lorenzo, muy cerca de Asunción del Paraguay, pero hace un tiempo comparte una casa en Caballito con varios amigos artistas. Dice que está en plena etapa de búsqueda: baila, canta y estudia Medicina. En los claustros universitarios conoció a su chongo. «Me estoy metiendo, soy recién llegada al mundo drag. Es la quinta vez que lo hago. Y está buenísimo. Irupé busca una identidad, es una mamarracha que se monta y se va reciclando. Se construye todo el tiempo.»

Un poco más de base por aquí, algo de glitter por allá y el lápiz labial como la cereza del postre. Matías es un artista del maquillaje. Su personaje drag se llama Serendipia. «Adopté ese nombre porque significa ‘encontrar algo cuando no lo estabas buscando’ –cuenta–, y me gusta esa cuestión de que las casualidades sean la regla.» Su identidad también se nutre de la diversidad: «Arriba del escenario, Serendipia es medio étnica. Tiene algo de mapuche, de tibetana, es como una ciudadana del mundo. Y eso flashea a la gente.»

Como todo gran show, la Drag Race tiene su maestra de ceremonias. La blonda Loca Di Crazy lleva la batuta. «El personaje me acompaña desde hace diez años, surgió cuando armé mi primer grupo de amigues. En esa época no había Facebook ni WhatsApp, mucho menos matrimonio igualitario. Teníamos 20 años y nos juntábamos a performatear en casa o alquilábamos salones y boliches. ¡Explotaban!», resalta Lucas Tapia, el joven actor oriundo de Azul. Con su espectáculo Divas hizo varias temporadas en Carlos Paz y en la Costa. «A los argentinos les llama la atención el universo drag porque son medio tapados –dice entre risas–. En realidad, lo que fascina es la alegría y la forma que tenemos de mostrarnos sin prejuicios.» Para la gala de esta noche, Loca eligió un look bien sencillo, casi de entrecasa: vestido largo de leopardo «bien divine» con muchas lentejuelas, estola de plumas y un infaltable abanico, porque «la noche va a estar muy acalorada». En Brandon, todos la conocen como la RuPaul argentina, porque sin esforzarse podría seguir los pasos de la morocha estrella mediática norteamericana que conduce el programa de TV semillero de la cultura drag contemporánea. Pero, se sabe, las comparaciones son odiosas. Lucas aclara que su búsqueda va más por el lado de las rubias: «Me inspira Susana Giménez, pero la hago más deforme. Una Susana cruzada con el Che Guevara.»

Nueve reinas

Las chicas saben cómo hacer delirar a la platea. En la pista, donde se ven los pingos, hacen gala de sus dotes, bailan hasta quedar exhaustas. Antes de la medianoche, las nueve candidatas al trono se sacan chispas en el dancefloor, pero sólo dos llegan a la gran final. La joven Dixie Valentine y la bahiense Emily –una maestra en el arte de imitar la lengua karateca de Moria Casán– se baten a duelo para definir quién es la reina de la noche. La consigna es sencilla: matar o morir bailando. La batalla es parejísima. Emily deja todo en la cancha, pero no puede hacer nada ante el glamour de la nueva monarca. Dixie termina la noche coronada. Disfrutando la divina gloria. «