La controvertida hipótesis de Duncan Kennedy, nacido en Washington, profesor emérito de Teoría del Derecho en la Universidad de Harvard y recién llegado al país para el lanzamiento de la edición local de su polémico libro de 1993, Abuso sexual y vestimenta sexy (Siglo XXI Editores), es que el abuso es un mecanismo disciplinario, que opera no sólo en las situaciones concretas de violencia machista contra las mujeres, sino como un elemento disuasorio que atraviesa todo el andamiaje cultural y jurídico de la sociedad patriarcal, y que muchos hombres, aun los que genuinamente quisieran poner fin a ese sistema de opresión de género, perciben que, si eso ocurriera, tendrían algo que perder. De visita en la Argentina, charló con Tiempo sobre la lucha global contra la violencia de género, que hace dos semanas motivó aquí un inédito paro de mujeres, y acerca de la necesidad de interpelar a los hombres para que comprendan los beneficios de disfrutar del erotismo sin reproducir la lógica de la dominación masculina.

«Una de las cosas que hacen a este libro inusual y controvertido –comienza Kennedy– es precisamente que representa a la violencia sexual no sólo como actos criminales de los individuos que la sociedad condena, sino como parte de un régimen de control de los hombres sobre las mujeres, o más bien, como un condicionante central de las reglas de interacción y negociación entre hombres y mujeres, y que también condiciona los modos del deseo masculino y el deseo femenino. Ese régimen que instituye el abuso beneficia en diversas formas a la gran mayoría de los hombres, que sacan provecho de él. Existe, desde luego, un gran interés de buena parte del género masculino en terminar con el abuso. Pero aquí no sólo se trata de decir que el abuso es malo y que los hombres deberían abogar por los derechos de sus esposas, hijas y hermanas. El problema va más allá, porque afecta a las conductas, las personalidades de esas mujeres. Hay en cualquier caso una razón individual más fuerte que debería empujarnos, a todos, a ponerle fin a ese régimen de control, y es que restringe la sexualidad de hombres y mujeres, restringe el juego, la imaginación y, en definitiva, las posibilidades de obtener placer.»

Kennedy hace foco en la vestimenta sexy para desnudar la postura fundamentalista que la señala como causa del abuso sexual, culpabilizando a la mujer abusada. Y aunque también pone en crisis la tesis del feminismo radical que dice que esa vestimenta –y la moda, en general– son en realidad consecuencia del sistema de abuso, advierte que ese régimen de control de género se refleja en todos los aspectos de las relaciones entre hombres y mujeres. «Condiciona, en general, el poder de negociación relativo de éstas en cada decisión de la vida cotidiana. Este paradigma de género afecta los niveles de confianza de unos y otras, vuelve a unos más seguros y a otras más aprensivas. Todos se mueven en un contexto general, donde el abuso sexual es una posibilidad. Por supuesto, las reacciones de las mujeres ante esta opresión son diversas. Muchas logran empoderarse frente a la sociedad patriarcal, la vencen. Y otras son vencidas, porque no encuentran el modo de lidiar con la dominación masculina. ¿Son más estas que aquellas? No lo sé. No hago estadísticas. Pero lo mismo ocurre con los hombres: están los que se aprenden los objetivos de la sociedad patriarcal, los fomentan y persiguen, y los que son doblegados por esta. Quiero decir, la representación de este régimen de dominación no es binaria: hombres arriba, mujeres abajo. Es mucho más complicado. Hay mujeres poderosas que son horribles. Desde luego, es un régimen perverso. Pero no es un tema meramente identitario. Prefiero expresarlo como un conflicto entre derecha e izquierda. Hay hombres de derecha pero también mujeres de derecha y niñas educadas de ese modo, que respaldan la lógica de la dominación.»

–¿Cuán extendida está, a su juicio, la posición fundamentalista respecto de esas normatividades, como la de la vestimenta, que expondrían al abuso a la mujer que las infringe?

–Difiere en cada país, en cada región, en cada cultura. En los Estados Unidos, acaso a partir de resonantes casos de violencia de género que involucraron a celebridades, se han implementado fuertes políticas públicas, y también al interior de las empresas, en términos de prevención y sanción del acoso. Sin embargo, el modo en que las víctimas iban vestidas es un tópico centralísimo en los tribunales, los abogados litigan de modo recurrente sobre ese punto: si la vestimenta era la adecuada para tal o cual ámbito. El discurso machista no es socialmente tolerado en mi país, pero una vez en la corte, la centralidad del debate pasa por qué llevaba puesto la víctima de abuso sexual. Hay una gran distancia entre el discurso políticamente correcto y la práctica jurídica real.

–¿Qué pasa con los varones progresistas? En ciertos círculos, sobre todo cuando están en grupo, o peor, cuando hay una sola mujer presente, el discurso políticamente correcto sobre la violencia machista se envilece con bromas, ironías. ¿Qué esconden esas expresiones?

–Es cierto, esos hombres pueden participar de encuentros y marchas, propagar su crítica al orden patriarcal, y aun así, entre ellos, hablar de un modo irónico, como distante, de ese discurso de la corrección en términos de género. Mi posición personal respecto de la lucha colectiva de las mujeres por cambiar las reglas de la dominación es que, aun apoyando fervientemente ese esfuerzo, y actuando en consecuencia, puedo no estar de acuerdo con todas y cada una de las reivindicaciones y posturas del movimiento feminista, y eventualmente ironizar sobre alguna de ellas. No obstante, muchas veces esas actitudes irónicas, decodificadas, expresan una oposición real a ese discurso y son efectivamente reaccionarias, traicionan ese supuesto progresismo.

–¿Será que muchos de esos hombres perciben que, abolido el sistema cultural patriarcal, tienen algo que perder?

–Yo realmente creo que existe una percepción, aun entre muchos hombres que genuinamente quisieran poner fin al sistema patriarcal, de que si esto ocurre, van a perder algo. No es un sentimiento uniforme, claro. La hipótesis final de mi libro es que existe el interés opuesto, el de hombres que creen que, eliminando el paradigma del abuso sexual como mecanismo disciplinario, sin ese brutal condicionamiento de género, el matrimonio, el amor y el sexo pueden ser mejores. Y que los hombres que niegan la realidad del abuso como herramienta de control social –y se benefician de ella– no son conscientes de que, sin este condicionamiento, enriquecerían sus relaciones de pareja.

–¿Cómo se hace para convencerlos?

–Como diría Gramsci, la lucha contra la violencia machista es una guerra de posiciones, una lucha política en el terreno de las convenciones culturales, y sus armas son las marchas, las demostraciones, los proyectos de ley y el íntimo compromiso de cada uno. «

#NadieMenos, slogan reaccionario

La última movilización contra los femicidios, que volvió a enarbolar el reclamo de #NiUnaMenos, quiso ser contrarrestada por el slogan #NadieMenos, procurando diluir la realidad de los asesinatos de mujeres en una inseguridad indistinta, sin componente de género. Para Kennedy, “es claramente de una manifestación reaccionaria si el objetivo es desviar la atención de la naturaleza patriarcal de la violencia, negándola al postular que se trata de violencia a secas. Podría ser un slogan progresista en un contexto como el estadounidense, donde hay políticas de prevención del acoso sexual laboral o de la violencia doméstica muy atravesadas por el feminismo radical, lo que a veces genera injusticias, pero no lo parece si esos mecanismos están ausentes”.