Seguramente, cuando en 1984 la escritora canadiense Margaret Atwood comenzó a escribir El cuento de la criada, no pensó que esa novela distópica se traduciría a más de 40 idiomas. Tampoco que en 1989 se convertiría en una película, que adoptaría sucesivamente la forma de una ópera, un ballet y una novela gráfica y que en 2017 se estrenaría como serie televisiva en cuyo rodaje participaría ella misma con un pequeño cameo. Menos aún que las Criadas, que imaginó como vientres incautados por la élite gobernante para gestar hijos ante la creciente infertilidad generada por la contaminación ambiental, se convertirían en un ícono de la lucha por la legalización del aborto en la Argentina y contra leyes antiabortistas en diversos puntos de los Estados Unidos. 

Hace muy pocos días que las mujeres del movimiento de Periodistas Argentinas que activan por la Ley de  Aborto legal, seguro y gratuito organizaron una acción frente al Congreso ataviadas con la capa roja y la toca blanca de las Criadas de Atwood y ya es indudable que esa imagen se ha convertido en un ícono. Y si este casi instantáneo proceso de transformación icónica ha sido posible es porque el vínculo entre la imagen y la realidad no es caprichoso, sino que ambas están profundamente relacionadas. Los controles sobre el cuerpo, qué duda cabe, son controles de orden político. Así como las Criadas de la ficción no pueden decidir sobre su vientre ni sobre los hijos que engendran para el poder gobernante, las mujeres de las clases bajas en la Argentina aún no tienen derecho a abortar en las condiciones sanitarias con que debe realizarse cualquier intervención y todas, sin distinción de clases, son condenadas a la clandestinidad y al silencio. Por su parte, la doble moral de los «defensores y defensoras de la vida» se encarga de pronunciar el correspondiente discurso culpógeno.

Hasta qué punto el control sobre los cuerpos es político lo demuestra de manera sangrienta la última dictadura militar que se arrogó la potestad de torturarlos y desaparecerlos. También respecto de estos actos aberrantes se pronunció la hipocresía: despojar a las madres de sus hijos nacidos en cautiverio, negarles la identidad y entregarlos a familias «de bien» es para algunos un acto tan inocente, bien intencionado y pro vida, como regalar los perritos de la mascota familiar a la que aludió una diputada radical.

La propia Atwood revela en el prólogo de la última edición de su novela cuáles fueron los hechos reales en que se basó para escribirla: «El cuento de la criada –dice– se nutrió de muchas facetas distintas: ejecuciones grupales, leyes suntuarias, quema de libros, el programa Lebensborn de la SS y el robo de niños en la Argentina por parte de los generales, la historia de la esclavitud, la historia de la poligamia en Estados Unidos… La lista es larga». Si el rojo de la vestimenta de las Criadas alude a la sangre del parto, el pañuelo blanco de las madres de Plaza de Mayo refiere al pañal que usaron sus hijos desaparecidos cuando eran bebés.

En ese mismo prólogo, la autora cuenta que participar de la filmación le resultó perturbador ya que debió presenciar la escena en que Jeanine es obligada a relatar la violación en grupo que sufrió en su adolescencia mientras las Criadas canturreaban: «Fue culpa suya, ella los provocó». «Se parecía mucho, demasiado, a la historia. Sí, las mujeres se agrupan para atacar a otras mujeres», dice Atwood. En este caso, cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia y, si hiciera falta otra prueba, bastaría con mencionar que Atwood interpeló a la vicepresidenta Gabriela Michetti vía Twitter: «Déles a las mujeres argentinas la posibilidad de elegir».

Suele afirmarse en el campo literario que las series han ocupado el lugar que en el siglo XIX y XX perteneció a las novelas. Más allá de que la afirmación sea verdadera o falsa, lo cierto es que la distopía de Atwood penetró masivamente en las casas a través de la pantalla chica en un formato pensado especialmente para la televisión. Fue también la televisión la que difundió masivamente otro ícono: el pañuelo verde que identifica a las mujeres que se manifiestan a favor de la legalización del aborto. Nancy Dupláa lo llevó atado a la muñeca en una de las últimas emisiones de Cien días para enamorarse, uno de los programas de mayor rating en el horario central nocturno.

Por lo menos dos cosas parecen muy claras. La primera es que las mujeres se han colocado a la vanguardia de la lucha política y generan formas novedosas de visibilización. La segunda es que, ni siquiera las corporaciones mediáticas son capaces de evitar que se les escape la liebre y que ciertos asuntos hasta hace poco considerados «incómodos» se conviertan en tema de conversación cotidiana. «