Hace ya más de siete años que desde Proyecto Suma nos propusimos construir alternativas para el alivio, restablecimiento e inclusión social de las personas con trastornos mentales. Aunque es difícil saber cuántos, estoy convencido que dentro de unos años quienes tienen ese tipo de problemas podrán ser parte activa de la comunidad sin el peso de la mirada condenatoria del otro.

Si bien esa perspectiva incluye una dosis de optimismo, implica y compromete sobre todo a un esfuerzo individual y colectivo cotidiano. El 10 de octubre, cuando se conmemora en la Argentina y el mundo el Día de la Salud Mental, otorga una extraordinaria oportunidad para profundizar la tarea que nos hemos propuesto en pos del fin del estigma en Salud Mental.

Un desafío central de ese propósito es que la sociedad tome conciencia de que el padecimiento mental está dado en parte por el estigma que ella ejerce sobre las personas con trastornos mentales. Si la sociedad no desarrolla una mayor capacidad de incluirlas, el tratamiento en Salud Mental, pese a estar fundado en evidencias psicoterapéuticas, psicosociales y psicofarmacológicas, será limitado.

Deshabitar la ligazón entre trastorno de salud mental y violencia y peligrosidad también se torna un imperativo para el fin del estigma. Está comprobado: la mayoría de los actos violentos no son producidos por personas con trastornos mentales ni son producto de éstos, así como tampoco es frecuente que personas con trastornos mentales realicen este tipo de actos. Pese a eso, actos aislados suelen tener un alto impacto social y producir generalizaciones erróneas respecto del conjunto de estas personas.

Otro vector del estigma, del que debemos deshacernos, es el discurso popular, empleado también por los medios masivos de comunicación e incluso por los sectores dirigentes, que sustantiva un hecho o una persona, cualquiera sea, a través de conceptos tales como: “esquizofrénico”, “depresivo”, “bipolar”; “drogadicto”, “borracho”. Presumo que quienes los emplean no toman en cuenta la exacta dimensión sobre el efecto de exclusión y menosprecio que generan entre quienes padecen trastornos mentales.

Tal desafío, deshacernos de las etiquetas y lo que ellas conllevan, involucra también a los profesionales del colectivo psi. Cito un caso: los programas académicos de las carreras de Medicina no contienen nada vinculado al estigma.

Y el tema del estigma para un psiquiatra que ejerce la clínica es, debería ser, central.

Cuando un profesional evalúa un caso o cuando lleva adelante un tratamiento de una persona con trastorno severo de salud mental, no suele estar presente cuál es el peso y la consecuencia cotidiana del estigma –y del autoestigma- en el paciente. Y estos pueden ir desde la vergüenza que experimenta por la enfermedad que padece hasta las dificultades concretas y objetivas derivadas del acto estigmatizante.

Estoy convencido que el tratamiento del campo psi puede ayudar a una persona a estar estabilizada, pero incluirse socialmente depende enormemente de que la capacidad de la sociedad para generar esa inclusión. Sin esta condición, el tratamiento será parcial y tendrá un límite.

Ahora bien, en la pelea por la inclusión social le cabe responsabilidad a quien debe ser incluido. La persona que padece un trastorno mental debe comprender, con los apoyos necesarios en cada momento si fuese el caso, cuáles son las reglas de convivencia social para poder sortear algunas barreras. Se trata de una tarea de autorresponsabilidad y autoadministración.

Frente a esa situación, en Proyecto Suma nos propusimos para el mediano plazo multiplicar y diversificar las acciones concretas que permitan visualizar el impacto del estigma social en las personas con problemas de salud mental. En el plano asistencial, nuestra asociación civil buscará profundizar y ampliar ese campo para que las personas que tratamos cada vez más puedan incluirse como seres autónomos y en uso pleno de derechos en el tejido social.