Considerado en general, el trabajo es gasto de energía humana, a partir de un objetivo, para transformar la naturaleza dándole una forma útil para la vida. El trabajo es el uso de la capacidad humana de trabajo. Y está en la base de cualquier forma de organización de la sociedad humana. Siendo el hombre un animal social, el trabajo, aun el que realiza un individuo aislado, es social en tanto contiene en sí las potencias humanas en un determinado momento histórico.

En cada época histórica, el trabajo toma formas diferentes, no sólo desde un punto de vista técnico, con el uso de herramientas y máquinas que potencian la capacidad productiva humana, sino también en las relaciones sociales que en él se constituyen, relaciones que dan forma a una sociedad determinada.

En las sociedades primitivas, donde el trabajo consistía en cazar, pescar, recolectar y guerrear, y la capacidad productiva era muy baja, el trabajo era no sólo directamente social, sino que incluía a todos los miembros de la comunidad: todos trabajaban para el conjunto y nadie podía eximirse de trabajar sin que peligrara la reproducción de ese conjunto humano. Lo que se insinuaba como división del trabajo era por sexo, determinada por la maternidad femenina.

El desarrollo de la fuerza productiva del trabajo impulsó el proceso de división del trabajo, que incluyó la separación de las tareas donde predominaba el trabajo manual de aquellas en las que predominaba el trabajo intelectual, específicamente las de invocar a los dioses y organizar la producción. La mayor cantidad de productos del trabajo permitió que una parte de la sociedad no necesitara participar de los procesos de producción de sus medios de vida y recibiera su sustento de la parte que trabajaba. Las formas que tomaron esas relaciones de producción y apropiación de lo producido constituyeron las diferentes sociedades clasistas en que se ha organizado la especie humana y que tendieron a predominar, unas u otras, en distintos momentos y lugares a lo largo de la historia.

En sus expresiones clásicas, todas las sociedades precapitalistas tienen en común el que las distintas formas que toma la relación de producción/apropiación es directamente social: la clase trabajadora (esclavos, siervos) entrega la parte del producto (o todo) a la clase apropiadora que se impone mediante el uso de la fuerza material, de la coacción extraeconómica. En el esclavismo, los trabajadores no son considerados ni siquiera humanos: en la Roma antigua, por ejemplo, los esclavos, prisioneros de guerra pero también producidos en criaderos de esclavos, eran “instrumentos parlantes”. En la forma clásica de la servidumbre, el trabajo cuyo producto se destinaba al señor estaba separado en tiempo y espacio del trabajo destinado a la reproducción del siervo, y cada estamento social aparecía teniendo una tarea: el señor (guerrero) defendía; el cura rezaba; el siervo, adosado a la tierra, producía los medios de vida necesarios para todos ellos.

En cada período histórico, esas relaciones sociales productivas se presentan a los miembros de esas sociedades como un “hecho natural”. Que el esclavo trabaje mientras su amo filosofa o que el siervo lo haga mientras su señor guerrea, se les presenta como “el orden natural de las cosas”.

¿En qué se diferencia aquello de la situación en la sociedad actual, que basa su reproducción material en las relaciones productivas capitalistas, es decir, en la relación entre propietarios del capital y trabajadores asalariados? En la aparente igualdad entre los propietarios de maquinarias, de dinero, de tierras o de capacidad o fuerza de trabajo. Todos compran y venden mercancías. Claro, la mayoría, lo único que puede vender diariamente es su propio cuerpo. Esa aparente igualdad se manifiesta en el campo político en la igualdad de derechos para todos los ciudadanos. Y esta aparente igualdad entre propietarios y entre ciudadanos se presenta a los miembros de esta sociedad como “un hecho natural”.

Esta apariencia se ve reforzada en un rasgo propio de la sociedad capitalista: en ella, el trabajo no se presenta como directamente social sino como una relación entre individuos en la que el trabajo necesario para la reproducción de la vida de los trabajadores y el trabajo destinado a ser apropiado por sus empleadores se confunden en un todo único. Si en la servidumbre uno y otro trabajo podían incluso estar separados en tiempo y espacio (diferentes días destinados a trabajar en las tierras del señor o en las tierras a las que estaba adosado el siervo), ahora el empleador compra la capacidad productiva del obrero y su ejercicio, el trabajo, sin que sea posible distinguir en el producto la parte que hace a la reproducción del obrero de la parte del capitalista. Y la riqueza generada se distribuye entre las clases propietarias.

El “hecho natural” de que exista una clase de seres humanos que sólo puede reproducir su vida en tanto entregue su capacidad de trabajo para obtener sus medios de vida bajo la forma de salario, y otra de propietarios, es el resultado de un proceso histórico de expropiación de las condiciones materiales de existencia de unos y su apropiación por los otros, que “se pierde en la noche de los tiempos”, pero del que tenemos indicios todos los días (el caso de los mapuches, hoy en el candelero, es un claro ejemplo). El resultado de ese proceso de expropiación/apropiación es que la clase asalariada es de hecho esclava del capital: si no entregan su cuerpo, no pueden vivir.

Cabe aclarar que la relación capital/trabajo asalariado no es la única presente en la sociedad moderna. Existen otros medios de expoliación de los trabajadores no asalariados por parte de los que se apropian de la riqueza socialmente generada. Pero en una sociedad como la argentina, en la que, según datos del último Censo Nacional, los asalariados alcanzan al 72% de la población económicamente activa –a los que hay que sumar una parte de los “trabajadores por cuenta propia” que son, en realidad, asalariados encubiertos–, no hay duda de que se trata de la relación social productiva fundamental.

Hoy el trabajo es percibido como un derecho. En una fase del desarrollo de la moderna sociedad capitalista en que la capacidad productiva del trabajo se ha potenciado a escalas inimaginables en cualquier época anterior, las máquinas remplazan a muchos trabajadores y la amenaza del desempleo plantea la necesidad de luchar por el trabajo. Una siniestra y cínica frase afirma que antes los trabajadores luchaban contra la explotación y ahora quieren ser explotados. Nadie quiere ser explotado: las relaciones sociales imperantes obligan a quienes no poseen más que la capacidad productiva propia de su corporeidad a buscar quien la compre, para así obtener sus medios de vida bajo la forma del salario. Y a quienes poseen algunos pocos medios de producción (herramientas, un pequeño taller, una parcela de tierra), a vender los productos de su trabajo en las condiciones que imponen quienes controlan los mercados. Pero lo novedoso de este momento histórico es la existencia en muchos lugares, también en la Argentina, de una masa de población sobrante para el capital.

El crecimiento de esa superpoblación relativa pone en cuestión no el futuro del trabajo, actividad propia del ser humano, sino el de la sociedad capitalista. ¿Cómo serán el trabajo y la sociedad en el futuro? El capital y sus intelectuales buscan generar trabajadores más subordinados al capital, empleados en condiciones “flexibles”, sin respuestas para la población  sobrante. La alternativa es una forma más humana del trabajo, cuya meta sea una sociedad basada en la cooperación libre entre productores libres. 

*Historiador. Director del PIMSA