“¡Simplemente gracias!” Las palabras, prolijamente tatuadas en la bandera, todavía están frescas. Facundo Gómez ata con parsimonia el trapo a las rejas del Obelisco. Unas lágrimas ruedan por su mejilla. Se pierden tras la telita curtida del barbijo que lo protege de la  peste: “Me enteré lo del Diego y fue como que el mundo dejó de girar, se paró la pelota para siempre. Ahí nomás, con los pibes de Longchamps nos pusimos a pintar como homenaje. La bandera es celeste porque somos hinchas de Temperley. Pero hoy no importan los colores. Hay uno sólo, que nos une a todos, se llama Maradona”.

El pibe llegado hasta el ombligo porteño desde el suburbio del suburbio bonaerense no se equivoca. En el islote de la 9 de Julio y Corrientes se hermanan en la infinita tristeza centenares de fieles maradoneanos ataviados con camisetas de los mil y un clubes que pueblan el suelo argentino, el mundo entero y mucho más allá.

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(Foto: Télam)


El muchacho con la casaca de Racing se abraza al que lleva puesta la del Rojo. Los de la barra de Chacarita hacen pogo con los de Vélez. El hincha de Talleres entona el himno eterno que compuso Rodrigo, fana perpetuo del Pirata. “Es que el Diego es de todos, hermano, nuestro último gran héroe”, explica Marcelo con filosa tonada cordobesa. Agrega que una vez pudo ver a D10s en un estadio. El verbo hecho carne: “En la Bombonera, nos vacunó desde mitad de cancha. Fue el único gol en la historia que le hicieron a Belgrano y lo grité.”

Los fieles cantan a los cuatro vientos que Diego es más grande que Pelé, que el que no quiere a Maradona no quiere a su mamá, que es un orgullo nacional. Banda de sonido plebeya.

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(Foto: Télam)


Nicolás agita sin respiro una bandera argentina. El varón habla y se le pianta un lagrimón: “Estamos de duelo, hermano. Cuando al Diego le pasaba algo, era como que le estaba pasando a alguien de mi familia. En este día de mierda, de este año de mierda, siento que vine a despedir a un familiar, un familiar de todos los argentinos.”

Ariel Lucero cierra los ojos y vuelve al año 1986. Tiene seis años. Su mamá lo lleva al cruce de Ricchieri y General Paz. Pasa el micro de la selección que regresa campeona de México. Ariel lo ve a Diego y llora por primera vez en su vida: “Hoy mi hija de cuatro años, me vio llorar por él de nuevo.”

“Un amor que pocos entienden”, dice el trapo que trajo Iván. Es, dice, enfermo de Boca y maradoneano de la primera hora. Lloró a mares toda la mañana por la partida del Pelusa: “Hoy no se murió Diego, hoy pasó a la inmortalidad. Lo habían matado tantas veces… La AFA, los gobiernos, los poderosos. Esta es una más. Va a seguir resucitando.”

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(Foto: Télam)