La película es Los secretos de las chicas (Egipto, Magdy Ahmed Aly,2001). La mutilación genital femenina, condenada una y otra vez por las ONGs de defensa de derechos de las mujeres, es una práctica extendida en ese país. La realizan madres y tías en el ámbito doméstico antes de la pubertad. La función es básicamente anular la dimensión sexual de la chica, para que sea respetable.
Cada sociedad tiene su secreto. Eso de lo que no se habla pero se sabe; ese secreto que mancha sábanas de sangre, que nos enseñaron a esconder y callar madres y tías en una especie de culto de continuidad con la premisa de que “Una se aguanta”, como dice el personaje de Norma Aleandro a su hija embarazada en 100 veces no debo (Argentina, Alejandro Doria, 1990). Así, esa mutilación que nos parece horrorosa –y lo es- tiene la misma finalidad de “aguantarse”. En Egipto, a pesar de no ser una tradición musulmana se suele ligar a la adhesión a normas religiosas; aquí el secreto viene de la mano de la moral judeo-cristiana. A nivel institucional, la adhesión de los estados a estas normas no tiene que ver necesariamente con mantener la religiosidad sino con proteger los privilegios masculinos. Los privilegios masculinos y los secretos de las chicas son dos caras de una misma moneda. De allí que todo el andamiaje estatal sea patriarcal, ésa es su base y fundamento y nada podemos esperar de él; sólo concesiones.
Con la aparición femenina en el mundo del trabajo, que en ambos países sucede por la misma época, se pone en marcha un proceso de domesticidad del espacio público y socialización de la vigilancia masculina en donde la sola presencia de la mujer pone en duda su moralidad y debe por ello ser disciplinada. Con la conquista de nuevos espacios, como la militancia, la vigilancia se refuerza y violenta. Así, un oficial del ejército egipcio decía a la CNN en marzo de 2011: “Esas chicas no son como su hija o la mía. Esas chicas durmieron en carpas en la plaza Tahrir al lado de hombres durante las protestas donde encontramos bombas molotov y drogas”.
Con esta frase justificaba las pruebas de virginidad que les practicaron a las manifestantes detenidas en la marcha del 8 de marzo de ese año. Sí, pruebas de virginidad. Todas dieron negativo.
Por esa época aún vivía en El Cairo y participé de esa marcha, en ese momento escribí en otro medio “Así, una manifestación que, como tantas otras, propone nuevos horizontes para el nuevo Egipto, se vio opacada por la prepotencia y la vulgaridad de un grupo que finalmente redujo a las manifestantes en pequeños grupos –en algunos casos, solas–, atacándolas”. Estos ataques aumentaron y vimos como la violencia pública crecía, casi como un reflejo y extensión de la violencia doméstica. Meses después comenzaron las violaciones de grupos de hombres enviados por las fuerzas de seguridad, que buscaban no sólo vejar a las manifestantes sino amedrentarlas y mutilarlas; humillarlas y enviar un mensaje a todas.
Por estas latitudes el mensaje nos llega en bolsas de basura tirados al costado de la ruta, cuerpos quemados, mutilados, empalados: “una conjunción de hechos aberrantes” que son nuestro día a día y que se justifican con las conductas “desviadas” de las chicas; polleras cortas, gusto por los boliches, consumo de drogas.
A las mujeres del mundo no nos une la misma opresión de género. Pensarlo de ese modo nos llevaría a la victimización y a la invisibilización de la agencia en diferentes contextos culturales así como de las interacciones del género con otros factores constitutivos de la identidad. Un elemento común, sin embargo, es que en ambos países la reacción fue y es la organización y el empoderamiento de las organizaciones feministas, que hoy ya son un actor político de peso. Conocer las formas que toma la opresión de género en otras regiones, los discursos y prácticas que la avalan así como las luchas y las estrategias de nuestras compañeras es fundamental para el crecimiento de nuestros movimientos: las chicas nacidas de nuestras revoluciones no tienen secretos.
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