Tal vez en el futuro sean recordadas las declaraciones radiales efectuadas el 6 de febrero por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, en referencia al caso Chocobar: «Estamos cambiando la doctrina». Agregó que el nuevo protocolo del accionar policial «le otorga al efectivo el beneficio de la duda». Por último, dijo: «¿Si no cómo cuidamos a la gente?». 

Exactamente a las 14:30 de aquel martes dos balazos impactaban en las piernas de la titular del Juzgado de Trabajo Nº 63, María Dagnillo. Otro plomo hería en una rodilla al prosecretario del Juzgado Civil Nº 9, Ezequiel Allende. Ocurrió en la zona de Tribunales –por donde circulaban cientos de personas–, durante una desaforada persecución de la Policía de la Ciudad a tres pistoleros que habían asaltado una joyería. Cabe resaltar que en medio de tal huracán de proyectiles, esquirlas y cristales rotos, sólo un atracador fue atrapado al recibir un tiro en el tórax. Un premio consuelo. 

Claro que no fue la única manifestación de esa «doctrina» en el mismo día. Era aún de madrugada cuando Fabián Enrique, de 17 años, fue asesinado a tiros por la espalda en un arrabal de Quilmes. Su victimario fue el integrante del Grupo Halcón de la Bonaerense, Brian Montes. Este, acompañado por su jefe, acudió el miércoles a la Comisaría 3ª de aquel partido para denunciar «un intento de robo» evitado por él con su reglamentaria. El pibe estaba desarmado y la causa fue caratulada como «homicidio». Un simple tecnicismo. Porque el matador sabe que en esta coyuntura las autoridades civiles lo respaldan y van a salir en su defensa. Quizás hasta lo felicite el propio presidente. 

Lo cierto es que la exaltación del «gatillo fácil» es el último grito de la moda. Tanto es así que, inmediatamente después de que Macri recibiera a Luis Chocobar, el fiscal general de la Cámara del Crimen, Ricardo Sáenz, escribió en su Twitter: «El delincuente elige poner en riesgo su vida y el policía tiene la obligación de defender a los ciudadanos». 

Esa frasecita fue el anticipo de un papelón jurídico: en la Sala VI de esa Cámara –que debe decidir si se mantiene o no el proceso contra Chocobar–, Sáenz incurrió en la originalidad de aliarse con los abogados defensores para solicitar el sobreseimiento. Una desubicación tan obscena que a los miembros del tribunal –por lo general, sensibles a los intereses del oficialismo– no les quedó otra alternativa que interrumpir tal alegato, antes de resolver su nulidad. 

Aun así no es imposible que los camaristas Rodolfo Pociello Argerich, Marcelo Lucini y Mariano González Pelazzo revoquen el procesamiento del homicida. Eso significaría para la policía una licencia para matar. 

En términos conceptuales, poca diferencia con el ideario de «meter bala a los delincuentes» del ya olvidado gobernador bonaerense, Carlos Ruckauf. 

El dato más sobrecogedor de su gestión fue el florecimiento en diversas zonas del Gran Buenos Aires de grupos abocados a imponer la pena de muerte extrajudicial. Eran bandas formadas por policías en actividad o retirados que, estando de franco o en horario laboral, fusilaban a menores sospechados de ser delincuentes. La profusión de tal modalidad generó un lapidario informe dado a conocer en noviembre de 2001 por la Procuración provincial. Se refería a 60 pibes de entre 13 y 17 años asesinados por la Bonaerense. Muchos habían sido amenazados y golpeados previamente en comisarías. 

Estas revelaciones precipitaron la caída del también olvidado ministro de Seguridad, Ramón Verón. Y Ruckauf puso los pies en polvorosa durante los inolvidables acontecimientos del 19 y 20 de diciembre. Un final cantado para quien hizo de la «mano dura» su trampolín hacia el poder. 

Macri –con la señora Bullrich por garrote– se empeña en emular aquella estrategia, pero extendiéndola a todo el país. Una forma práctica de limpieza social, algo muy aplaudido por la «parte sana» de la población. Pero a la vez un canto al autogobierno policial. Demagogia punitiva a cambio de tolerancia con los negocios sucios. Un pacto con quienes tienen la unívoca capacidad de graduar a su antojo el dial de la violencia urbana. Un cuchillo de doble filo. Si algo enseña la historia es que la pulseada entre los uniformados y el resto del mundo no es sólo una fatalidad de Estado sino también su gangrena. Pan para hoy y muerte política por indigestión de sangre para mañana. Ex presidentes como Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde bien pueden contarle al actual mandatario sus experiencias al respecto. «