El cielo del séptimo día es diáfano, celeste y blanco, bello en el sur del Conurbano plebeyo. El fresco bonaerense se pinta entero con una fila multicolor de rastrojeros. Las chatas duermen la siesta estacionadas frente al Centro Municipal de Exposiciones de Avellaneda. Brillan como un arcoíris forjado en metal. En el aire hay humo de choris, una carrera  por radio del TC y estribillos que mixturan cumbia con rock pesado. Liturgia justicialista pura. Y también, reforzado en estos tiempos convulsionados de desencuentros, es pasar por la puerta de entrada a la nostalgia.

Para un peronista no hay nada mejor que un auto peronista. Esa parece ser la consigna que nuclea a los fieles que se acercan a la misa pagana del motor nacional y popular. No es una reunión cualquiera para los devotos fierreros. Celebran los 70 años del nacimiento de la IAME (Industria Aeronáutica y Mecánica del Estado), utopía hecha carne por el general Perón a comienzos de la década del ’50. Fábrica de aviones, motos y automóviles que dio a luz, entre otros proyectos de innovación pública, al tractor Pampa, a la moto Puma, a la coupé Justicialista Gran Sport. El sueño científico y tecnológico de una Argentina soberana a todo motor, que terminó fundido por las pesadillas gorilas de la Revolución Fusiladora y la desindustrialización de sus hijos pródigos neoliberales.

Desaparecida, ocultada, negada, borrada por la historia oficial, la resistencia tuerca de la IAME sigue viva. Muestra sus caballos de fuerza en un domingo de gloria peronista.

Foto: Diego Diaz
Foto: Diego Diaz

Familia rodante

La familia Fermoselle es uno de los motores que impulsan el encuentro. Tienen una potencia sin freno. Gabriel es presidente del Club IAME, institución creada en 2004 para congregar a los y las fanas. Ataviado con mameluco de época, Gabriel va en zigzag de una punta a otra del salón recibiendo a los invitados, atendiendo a los periodistas, dando clases magistrales sobre historia mecánica. Por ahí también andan su hermano Héctor y su mamá María Cristina Duarte, piezas fundamentales para mantener encendida la memoria de los autos del pueblo. “Para mí, la IAME es parte del país que fuimos, y que no nos dejaron ser. Un proyecto de Argentina potencia en serio. Pero cómo íbamos a ser potencia unos indiecitos del sur que estábamos fabricando autos con fibra de vidrio en el ’55, cuando solo lo hacían los yanquis. Así nos fue”, reflexiona doña Cristina, de coquetos 72 pirulos, bien custodiada por un retrato de Perón y otro de santa Evita. “Peronista de la primera época, pibe –deja clarito la señora–. Soy hija de un obrero de Alpargatas y de una costurera. Mi marido, que falleció hace dos años, era laburante de SEGBA. Mis dos hijos son recibidos en la universidad pública. Lo llevamos en la sangre”.

Cristina ceba unos mates cerca de un lustroso IAME V8 rojo shocking que haría ruborizar a don Enzo Ferrari. El V8 fue la máxima expresión de la fábrica estatal. Diseñado por el ingeniero Ambrosio Taravella, tiene un motor modular refrigerado a aire que, comentan, puede hacer mover una tanqueta. Desde sus curvas con trompa de tiburón hasta su última tuerca: 100% Made in Argentina. Detalla Héctor, el hijo mayor de Cristina: “IAME fue la fábrica de fábricas, la semilla de la industria automotriz nacional. Perón les abrió las puertas a las terminales extranjeras, pero no quisieron venir. ‘No están aptos’, decían. Entonces se aprovechó la fábrica militar de aviones, que hacía el Pulqui y el Justicialista del Aire, para empezar a producir automóviles. Se necesitaban talleres, ingenieros, aprendices con buena salud, techo y bien comidos, escuelas técnicas, abrir el juego a las pymes, dar créditos. ¿Te das cuenta por qué hablamos de un modelo de país? Eso lo liquidan la Fusiladora y más tarde Martínez de Hoz”.

Los Fermoselle atesoran varias joyas rodantes en el ajuar familiar. Desde rastrojeros hasta un Sedán Justicialista, rebautizado “Graciela” durante el proceso de “desperonización”, en homenaje a la hija de un funcionario cagatintas de la autodenominada Libertadora. También preservan, estacionado en el jardín de su casa, un tractor Pampa del ’52. La gema es una coupé justicialista cremita y verde agua. Doña Cristina desenfunda un álbum de fotos curtidas para recordar la puesta a punto de la nave: “La compró mi marido. Estaba abandonada en Rosario y tenía hasta nidos de ratas adentro. Revivirla fue un trabajo familiar que duró diez años. Cada uno puso su granito de arena. Yo me encargaba de alimentar a mi esposo y mis hijos a puro sánguche de milanesa. La veo ahora y sé que en este auto está la historia de mi familia. No se puede perder”.

Antes de dejar un mensaje postrero, entre sus múltiples caminatas por el Centro de Exposiciones, Gabriel, hijo menor de Cristina y atareado presidente del club, hace sonar la bocina de la coupecita familiar. Entonces, se escucha en el salón la más maravillosa música. La Marcha que sale del motor del bólido les pone la piel de gallina a los muchachos y muchachas peronistas. “Queremos armar un museo en mi casa y le vamos a poner el nombre de mi viejo, Osvaldo Fermoselle –se enorgullece Gabriel, con sus dedos dibujando una V–. Él nos legó esta locura, este fanatismo. Nos enseñó a hacer patria”.

Foto: Diego Diaz
Foto: Diego Diaz
Foto: Diego Diaz

Rápidos y amistosos

Torino, Siam Di Tella, DKW son los primos rodantes que se acercaron al festejo. Todos, sin excepción, forjados por manos argentas. “Cómo no íbamos a estar en la fiesta, hermano. Viste que dicen que Ford y Chevrolet son River y Boca. Torino es la Selección Argentina”, saca pecho Eduardo García, presidente del Club de Amigos, junto a un refulgente ejemplar vino tinto cosecha 1970. “Es bien de familia, lo compró mi viejo cero kilómetro –acaricia García el auto como si fuera un pariente–. Mirá los detalles del enchapado en madera, el tablero de avión, hasta la calco original que dice ‘Bienvenido a bordo’, flor de nave”. Para Eduardo, no hay con qué darle al Toro. A la historia automovilística se remite: “El día que volamos en la pista de Nürburgring en el ’69. Decían que era un elefante y al final corrió como una gacela, les pasamos el trapo a los BMW y a los Mercedes Benz. Una locura hermosa, hecha en nuestro país.”

El morocho Siam Di Tella 1500 de Walter Garrido tiene más pinta que Rolando Rivas. “Es un sinónimo del tachero de los años sesenta. Simple, fiel, no te deja nunca a gamba”. Garrido confiesa que su máquina llevaba cuatro años estacionada en un garaje. Anoche le dio marcha y arrancó sin problemas: “Solo hay que meterle mano a los frenos. Desde Quilmes llegamos sin escalas”.

La coupé Fissore es nostálgica y eterna como un buen tango. “En una de estas se mató Julito Sosa. Es un coche elegante, no hay dos iguales, se hicieron 62 en nuestro país”, precisa Francisco “Pancho” Pérez, mandamás del Auto Unión DKW Club. Cuando se acomoda en la butaca y acelera, Pérez dice que siente una emoción que puede resumir con una sola palabra. Libertad.

Foto: Diego Diaz
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Foto: Diego Diaz

Mi reino por un Rastrojero

El anteúltimo de los rastrojeros. Diana Gómez y José Molina son dueños de una chatita modelo 1979, parida en estos pagos un año antes de que se frenara su producción. Con el Rastrojero se ganaron el mango en el reparto de embutidos, fueron hasta Córdoba y la Costa Atlántica, hicieron roncha en los cien barrios porteños. “Vivimos por y para el auto –remarca la pareja, y dejan ver el impecable motor que nunca recalienta–. Suena raro, porque hablamos de una máquina, pero sentimos amor. Todo el trabajo para dejarlo impecable, así de lindo, con la ayuda de los mecánicos amigos. Sí, no tenga dudas, hay mucho amor”.

La historia que une a Osvaldo Romero con su Rastrojero parece sacada de un cuento del «Gordo» Soriano. Sentado en la cabina, el correntino que ya peina canas pone primera y vuelve a su infancia. Cuenta que quedó huérfano de gurisito. Arrancó a laburar a los nueve años. Tiempos fuleros, ni sabía lo que era un juguete. Lo más cercano era el Rastrojero de un vecino gamba que lo acercaba al trabajo. “El viejo pasaba, me dejaba tocar la bocina, aceleraba a fondo. Yo era feliz y soñaba con tener el mío”. Hace algunos años cumplió el sueño del pibe. Consiguió un Rastrojero del ’76 azul Francia que es la envidia de todo el barrio. “Se llama Torito. Yo le hablo, él me habla. Es un sentimiento y es de acá, de mi patria”. Como aquel peronismo que no era de juguete.

Foto: Diego Diaz