Me permito volver a verlo. Diego lleva la pelota ahí en el Azteca. En el estadio donde lo veo siempre. Envuelto en una aureola dorada como si todo el sol fuera suyo. Corre y corre. Avanza Maradona, escapa de un inglés, escapa de otro, ahí va el genio del fútbol mundial. Pero de pronto pasaba algo prodigioso. De pronto Diego, en la corrida, no va hacia el arco de los ingleses sino que empieza a caminar por el aire. Una especie de ET, que en lugar de una bicicleta lleva una pelota atada al empeine. Como si fuera parte de su cuerpo. Y se sigue elevando. Empieza a levantar la mirada en el estadio. Y todos elevamos la mirada y lo seguimos a Diego. Y sigue subiendo en la aureola que se hace más pequeña. Y la jugada final, la culminación del recorrido, el gol, es que Diego se convierte en una estrella. Elijamos una estrella. Que sea Diego para siempre.

Este jueves fue un día gris, lluvioso, como para llorarlo a Diego. Curiosamente, acá y también en Nápoles. Llovía y salimos a buscar su sonrisa. Igualita a la de Gardel. Un año antes nos levantábamos como cualquier día, sin embargo, sería uno de los más tristes de nuestra vida. Alguien vino corriendo y con un hilo de voz dijo: “Murió Diego”. Hubo que ordenar los pensamientos. Darle forma a la tristeza. Lo creíamos invencible por sus mil batallas ganadas. Lo queríamos así, lo necesitábamos. Irreverente con los poderosos, siempre del lado del pueblo, del humilde. Como esos infinitos Lucas, pero en uno que soñó sueños imposibles, con la irrepetible condición de haberlos concretado. El acto sublime de describir utopías indescriptibles y, además, realizarlas. En la tierra, en una cancha, con una camiseta de fútbol. En la vida, diego fue, entre el cielo y el infierno, el mejor hijo parido por este pueblo.

Había muerto Fidel, un 25 de noviembre, nada menos, cuatro años antes. Y a la hora que se iba Diego, sin saberlo, en la radio hacíamos un homenaje al líder cubano, recordando un diálogo imaginario con el líder argentino. Diego estuvo ciertamente muy cerca del Che, de Cuba, incluso en un tiempo muy malo para él, una de las olas bravas que debió surfear en la vida, donde sus escarceos con la felicidad tenían que ver con los encuentros con Fidel. No olvidaré jamás cuando en un avión, en un vuelo breve, un Diego de los más sonrientes que vi se largó a canturrear la letra de Carlos Puebla: “Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar…”.

Siempre el arte. Siempre en él. Hace un año murió Diego y la humanidad futbolera supo de qué se trata la tristeza. Lo podemos recordar con una sonrisa. En Rep, que no se detiene al dibujarlo como si en su lápiz estuviera el alma de ese hombre que se contagió de Dios. En Alejandro Szwarcman, que escribió un poema delicioso que dice “yo ya no muero”, y en Cucuza Castiello, que lo replica con acorde tanguero. En Ciro Ferrara, que lo recita. En Charquis Bialo, que define que el fútbol se quedó sin voz. En Messi, que se emociona al recordarlo, y en Daniel Arcucci, que desliza la maradonización de Messi. O en Alejandro Apo, que sin bajarlo a la tierra, hace una de Diego, una imposible: definirlo sabiamente entre infinitas definiciones futboleras: “El único jugador capaz de articular una respuesta a todos los obstáculos que el fútbol le puso en su camino. Desde la belleza, fue el más contundente. En la táctica, en la estrategia, en la ubicación, en bancar la situación. No hay ni habrá un jugador que instale todo eso en un solo cuerpo”.

Habla de fútbol. Podría haber señalado su vida. Lo recuerdo en un shock de imágenes. Breves, caprichosas, contundentes. El cielo que ahora contiene a Diego en su gloria. Ese Diego que empieza en un lugar tan humilde, como tiene que ser. Potreros de Fiorito. Y desde allí, crece poco a poco, crece desde el pie. En esas nochecitas donde entregaba sus primeras habilidades, el primer deslumbramiento, las revanchas, los bautismos clamorosos de multitudes, las primeras frustraciones, la rebeldía del sur, la llegada a la suprema gloria mexicana, el cenit, el cielo, el advenimiento a la omnipotencia. Siempre con el coraje del arte. Aún en la decepción, los retornos, la pelota que no se mancha, su desandar interminable de ocurrencias. En la selección, pero desde el costado, su Messi, sus exilios, sus búsquedas, su debacle, todas sus luchas que quedarán perennes. Y esa mano en alto, regordeta, de su último saludo en la cancha del Lobo. Esa mano que de allí lo llevó al cielo. A ese Diego eterno.

Veo un sinfín de imágenes. Las miles de formas de la belleza asociadas a ese tipo. Y me detengo en una, su cara gigante, dibujada en la arena a rastrillo, maravillosamente.  El colmo de la poesía, el colmo de Maradona, una ola empuja al mar para que lo vaya devorando, mientras un gurrumín de rulitos, que realmente se le parece, hace los jueguitos que heredó, en un pase mágico del ídolo al que disfrutó en una cancha.

Al vengador que siempre fue jugador de fútbol, aún artista, y lo pagó muy caro: ser Maradona no fue nada fácil, como no lo fue ser Picasso, ser Mozart. Lo pagan en vida, lo pagan con su vida. Pero, paradójicamente, cuánta felicidad dan. Resuenan las imágenes del Obelisco rodeados de velas, la Bombonera, la Plaza de Mayo, Nápoles, el mundo. Como hace un año vuelven a brotar las lágrimas, como brotaban de su incomparable destreza, las jugadas más geniales, la de todos los tiempos, miles y miles. Brotan las batucadas, las reverencias, los aplausos. La gente no para de juntarse en muchas esquinas. Llora, baila, canta, vuelve a llorar. Fue la partida de un artista sublime, la de un hombre bueno. Este mismo jueves miré al cielo lluvioso, mientras en la pantalla surgía la milagrosa imagen de una charla de Diego con él mismo, en lo que fuera su propio programa de tv. Volvimos a llorarlo al escucharlo. “Si tuvieras que decirle unas palabras en el cementerio a Maradona…», se inquirió. Y, también él, se respondió: “¿Vos me preguntás eso? Le diría: Gracias por haber jugado el fútbol. Es el deporte que me dio más libertades, como tocar el cielo con las manos. Sí, en la lápida pondría: ‘Gracias a la pelota’”.