Rolo Quintana brilla en el universo del espectáculo argentino como una estrella distante: «Tengo un carrerón, querido. Imaginate que debuté de muy pibe, a los cinco años. ¡Fui niño prodigio! Hice mucho cine y televisión», saca chapa el caballero de gafas ahumadas –que por coquetería evita revelar su edad– mientras almuerza pollo a la plancha con ensalada de zanahoria, en el comedor de la Casa del Teatro. Hizo gala de sus dotes actorales en films de la edad de oro del cine nacional, como La cuna vacía y Toscanito y los detectives. «Ojo que también canté mucho y pude hacer giras por toda América Latina. Siempre buscando. También fui comerciante: vendí antigüedades y hasta tuve un restaurante, pero no terminó bien esa historia». Enseguida, el actor narra un drama de enredos económicos ambientado en el país del 2001, que titula con ironía: «Bueno para la actuación y malo para los negocios». Los problemas financieros lo dejaron fuera de escena, pero nunca bajó los brazos y mucho menos perdió la pinta. Hace unos años, todavía en la mala, Quintana halló reparo en la Casa del Teatro: «Acá encontré una cama, contención y muchos amigos, mis pares». Cada tanto, entre café y guitarreadas, rememora con sus compañeros de pensión el sano vicio del canto, y el de los aplausos: «Acá conocemos la magia del escenario. Y es imposible olvidar la pasión del público, te llena el alma». 

El «bailaor» Fernando Ortega es otro de los 35 artistas que comparten el techo de la institución fundada en 1938 para asistir a antiguos laburantes del espectáculo. Con Quintana son amigos hace más de cuatro décadas: comparten mesa puntualmente todos los almuerzos. Durante más de medio siglo en el gremio del flamenco, Ortega le sacó viruta a miles de escenarios. Bailó con todas y todos, hasta para la más grande, Lola Flores, «la faraona». El recitado y sus pies siempre le dieron de comer. Ahora, con 72 pirulos bien llevados, está retirado. «Acá encontré mi oasis –dice–. Me he pasado la vida dando patadas. Este es el momento del reposo del guerrero, con mis amigos, el broche perfecto de mi carrera. ¡Y olé!».

Linda conducción      

Hace un año y monedas, la actriz Linda Peretz decidió encarar un desafío íntimamente conectado con su amor por la actuación. «Quería ayudar a mis colegas, ese es mi tikún, como dice la Cábala. Cuidarlos y darles calidad de vida a los que están grandes y necesitados pero que todavía tienen mucho para dar. Creo que el destino me trajo a este lugar», asevera la presidenta de la Casa del Teatro, custodiada en su despacho por una antiquísima biblioteca y varios retratos de sus antecesores en el cargo. A su derecha, una foto de época de Regina Pacini, esposa de Marcelo Torcuato de Alvear y madre fundadora de la mutual sin fines de lucro. 

Apasionada por las artes, la Pacini impulsó la creación del albergue de artistas jubilados con necesidades económicas y habitacionales en los años ’20, durante la presidencia de su marido, miembro del ala «galerita» de la UCR. Pacini era cantante lírica –soprano ligera para ser más precisos– y se inspiró en la Casa de Reposo Verdi, de Milán, fundada por su admirado Giuseppe. La sede de la avenida Santa Fe 1243, ejemplo máximo del art-decó en estos pagos, fue obra del arquitecto Alejandro Virasoro: un rascacielos de diez pisos coronado con una pirámide de aires mayas. Abrió sus puertas recién en 1938 y en sus habitaciones vivieron desde la vedette Carmen Lamas hasta el cineasta Luis Moglia Barth, director de Tango, el primer film sonoro nacional. 

Peretz respira hondo, mira el retrato de Regina, luego el de Eva Franco –otra expresidenta– y suspira: «Muchas mujeres fuertes e imaginativas estuvieron en este lugar. A veces les hablo, les pido disculpas por no estar a su altura. Pero también les digo que no me voy a rendir».

Es que la realidad económica del pensionado no es un cuento de hadas desde hace tiempo. Las necesidades básicas de los huéspedes, las tarifas y otros gastos corrientes se solventan con el aporte de Argentores, SAGAI, el alquiler del Teatro Regina, generosos donantes anónimos y escuálidos subsidios estatales. No alcanza. Desde el año pasado sumaron ingresos por la boutique permanente, en la planta baja, que ofrece a precios accesibles prendas donadas por estrellas de la talla de Cecilia Roth, Natalia Oreiro o la señora Mirtha Legrand de Tinayre.

Peretz no está sola. La apoya una docena de trabajadores que son el motor de la casa. Como Horacio, el sapiente jefe de cocina que busca precio y calidad para estirar el presupuesto. O Rosita Escalada, la infatigable enfermera que hace 30 años asiste a los actores: «Estamos muy atentos a la salud, pero imagínese que son todos artistas y algunos siguen trabajando cada tanto. Les gusta verse bien, preguntan cómo les queda la ropa o el maquillaje. La belleza no tiene edad».

Viejos son los trapos 

Agustín Busefi es un dramaturgo de raza. Tiene 80 años –50 como socio de Argentores– y 32 obras estrenadas. Sigue escribiendo, dirigiendo y actuando con la pasión del primer día. Comparte habitación con su esposa y musa, la actriz Analía Caviglia. Las fotos de Enrique Santos Discépolo, Tita Merello y la santa Evita decoran su cuarto. «Nunca dejamos de actuar y estamos comprometidos con el teatro popular y social», aseguran a coro mientras toman un cafecito en el comedor. En unas semanas, tienen funciones en Mar del Plata y Rosario: «Si el artista no se mueve, no tiene repercusión, no come –sentencia Busefi–. Son tiempos de poco laburo y hay que seguir peleándola». 

En otra mesa almuerza el decano del hogar, el rosarino Juan Miguel Castillo, 92 abriles, un renacentista que exploró la actuación, los títeres, la crítica y hasta el diseño, siempre defendiendo las banderas del teatro independiente. «Bien de izquierda –deja en claro Castillo–. Creo que las personas mayores tenemos mucho para aportar y cambiar la realidad. Somos los sabios de la tribu».

La mesa de las damas del tango la ocupan Zulma Durán y la elegante Nelly Vázquez, ataviada con un tapado de piel digno de su pedigrí de diva. Nelly puso su voz a las órdenes de las grandes orquestas porteñas: Pugliese, Mores, Piazzolla y el gordo Troilo cayeron rendidos ante su canto. Con 81 años sobre el lomo, dice pícara que todavía se siente una simple piba del barrio. Las chicas confiesan que, a veces, sienten nostalgia de sus años mozos. Pero no es para tanto. Hace unos meses volvieron al ruedo sobre las tablas del Regina. Cuatro lunes con localidades agotadas.

Antes de la siesta y de que baje el telón del mediodía, Nelly entona para los comensales unos versos del tango que le cambió la vida, «Madreselva». Dice más o menos así: «Vieja pared del arrabal, / tu sombra fue mi compañera. / De mi niñez sin esplendor / la amiga fue tu madreselva…» La premian con un cerrado aplauso y los ojos de Nelly brillan una vez más. Como las estrellas de la noche porteña. «