Alta en el cielo, la luna llena ilumina las canchitas de fútbol del Parque Avellaneda. Cae la noche invernal. Hace frío, demasiado frío. Unos pocos cedros y la autopista Perito Moreno, como un telón de fondo, completan la escenografía. Varias fogatas arden cerca de la wak’a ceremonial. Falta sólo media hora para que un nuevo día comience, 21 de junio de 2016 del calendario gregoriano, y poco más de ocho para que los primeros rayos del sol den inicio al año nuevo de los pueblos originarios. El Inti Raymi 5524. «Mara T’aqa, la separación de ciclos agrícolas; Willkakuti, el regreso del sol; Machaka Mara o Inti Raymi, el año nuevo. El nombre no es tan importante, hermano. Lo importante es compartir», explica a Tiempo Rafael Apaza, un jujeño cincuentón que disfruta de la vigilia ataviado de estricto poncho rojinegro y lluchu haciendo juego sobre su cabeza. A pasitos de la wak’a, el centro energético del parque, Apaza analiza con ojo de lince una bolsa repleta de hojitas de coca. «Hay que elegir sólo tres –detalla–. Son para poner nuestras intenciones en un quintu, como ofrenda para la Pachamama al inicio de la ceremonia.» Se crió en las alturas de Caranavi, cerca de La Paz, la capital aymara del mundo. Ahora vive en Liniers, el más andino de los 100 barrios porteños. Viene de una familia de agricultores, y se gana la vida como auxiliar de portería en una escuela. «Mañana tengo que ir al trabajo, el feriado que dio la Ciudad corre sólo para alumnos y docentes indígenas. Será pues en el futuro que nos incorporen a todos», se lamenta. Consultado sobre sus deseos para el próximo año, Apaza hace aflorar sus inquietudes ecologistas: «Hay que cuidar la naturaleza, empezar a hablar de los derechos de la Madre Tierra», dice y encara derechito hacia una fogata que alimentan los sikuris de la agrupación Ayllu Sartañani.»La diferencia de hacerlo en Capital o en pleno Altiplano es el cambio de escenario. La esencia sigue siendo la misma: la necesidad de reencontrarnos con nuestros orígenes», explica Cristian Ponce, un joven sikuri. Mientras prepara sus zampoñas para interpretar un italaque, cuenta que las cuatro fogatas que arden en el predio representan a los suyus, las regiones que daban cuerpo al Tahuantinsuyo inca. Pero también a los cuatro elementos fundamentales en la cosmovisión andina: aire, agua, fuego y tierra. «Nuestra música está muy relacionada con la agricultura y las estaciones del año. Pero más que nada, el siku es una forma de comunicación. Cuando tocamos, estamos hablando», dice Cristian y se lanza a soplar las cañas. A dialogar con sus compañeros junto al tórrido fogón.

Semillas de la memoria 
En el parque se ven gorritos con los siete colores de la Wiphala, bufandas tejidas con sus tonalidades, parches de bombos que la llevan tatuada y hasta una gran insignia que flamea cerca de la wak’a. Minutos antes de las dos de la madrugada, Alex Cuéllar Apaza da el puntapié inicial de la celebración. El maestro de ceremonia invita a formar una ronda y a que cada persona deje una ofrenda sobre una mesita forrada con un aguayo. «Estos festejos nacen de la necesidad de encontrarnos con la Pacha en plena ciudad», confiesa el migrante orureño que llegó a la ciudad de la furia hace más de 30 años. «El modo urbano de vida es expulsivo. Hasta no hace muchos años, en estos espacios había mucha xenofobia y estigmatización con los indígenas. Pero con el tiempo hemos logrado un cambio. Estos son momentos para encontrarse con otros, pero fundamentalmente con uno mismo», asegura Cuéllar, y enseguida recuerda los festejos en el Altiplano, acompañando a su bisabuelo Bonifacio, a su abuelo Félix y a su papá Rufino, familia de sabios agricultores, expertos en el arte de cultivar la papa. «Hay que hablar de nuestros abuelos, los achachilas. Tenerlos siempre presentes.» Saveria es porteña de nacimiento, pero andina por elección. Vive en Pucón, en el sur de Chile. Y vino al Parque Avellaneda acompañada por Mario, su marido chileno, y Bento, su hijito. «Tenemos mucha afinidad con el Altiplano. Esta fecha la tomamos como un renacer. La tierra empieza a abrirse para recibir la semilla», cuenta mientras amamanta a su guagua emponchada. Antes de dejar su ofrenda de tres hojas de coca en la mesa, anhela: «Nuestra filosofía y forma de ver la vida es la que estamos sembrando acá –suspira y con su mano acaricia la cabecita de Bento-. Va a estar todo presente en su memoria.» 
La lengua del malón
El malón de policías y un camión de bomberos custodian el festejo con recelo. «No sé por qué hay tanta policía. Por ahí creen que vamos a regalar pizza», bromea Darío Cañumil, un mapuche con aires de ekeko que llegó desde Florencio Varela. Es docente de lengua mapuche, pero solía subsistir dando clases de inglés en colegios del Conurbano. Ahora está desocupado. Mientras ata el trarilonko que cruza su frente, cuenta que quiere revitalizar su lengua materna entre los migrantes que viven en la urbe. Integra el equipo de Educación Mapuche Wixaleyiñ, que en mapudungun significa «estamos de pie». Antes de despedirse, Darío deja sus deseos para el ciclo que pronto comienza: «Kume we xipantu, o feliz año nuevo, hermano.» Durante la madrugada, el frío aprieta pero no ahoga. Se le gana a base de baile y sikuriada. «Cinco siglos resistiendo / Cinco siglos de coraje / Manteniendo siempre la esencia / ¡Jallalla Pachamama!», repiten como un mantra los músicos. Cerca de las llamas, Wayra convida un humeante vasito de api y recuerda. «En el año 2000, con otros hermanos, organizamos el primer Inti Raymi en el parque. Éramos 15 gatos locos al momento de la salida del sol. Con los años fue creciendo», cuenta este activo miembro del grupo cultural Wayna Marka. Trabaja como costurero y da clases de música, su verdadera pasión. Pero también es un experto catador de la sagrada hoja de los incas: «La coca del Chapare es medio ácida, yo prefiero la paceña, que es jugosa.» Wayra invita a ch’allar con alcohol puro una ofrenda. Luego toma el siku y se integra al círculo que rodea el fuego. Sopla como en trance. Sus pulmones serían la envidia de Miles Davis. El sonido dulce del huayno conquista la noche. A lo lejos, las patrullas de la Federal emprenden la retirada a sus cuarteles de invierno.
Salgan al sol
A las seis de la mañana, Frida Rojas revuelve con parsimonia la olla repleta de tojorí. «Es una mazamorra hecha a base de maíz de willkaparu, triturado con una técnica ancestral», detalla la sapiente cocinera nacida en el Valle de Cochabamba. Puntillosa, advierte que el tojorí se sirve bien dulce y está a punto cuando «tiene el espesor y revienta el maíz». Los hambrientos comensales deben esperar todavía algunos minutos para degustar el manjar. Rojas es una ferviente defensora de la identidad culinaria de los pueblos indígenas. «Uno trae su música, pero también sus sabores. Es importante lograr la autodeterminación alimentaria», resalta. Consultada sobre los platos que no pueden faltar en la mesa originaria, Frida rescata el chajchu con papa deshidratada y el eterno charqui. «En el año nuevo de diciembre se come pesado, porque el calendario está invertido. Poco a poco tenemos que darnos cuenta de que el año nuevo nuestro es hoy», cierra la chef cochabambina y comienza a servir sus delicias. Faltan instantes para las ocho, y el sol del 21 viene asomando. Hombres, mujeres, niños y ancianos dan la cara al Este para saludar el comienzo del mundo. Ahí viene, ahí viene el sol y una ola de brazos se elevan para recibir su energía. «¡Jallalla, Tata Inti!», es la milenaria plegaria que flota entre danzas, fogatas ardientes y repiques de tambores. La ceremonia llega a su fin, el 5524 ha comenzado. El día aún es inocente. Sobre la autopista, atascados en el peaje, los somnolientos conductores reciben con indiferencia los primeros rayos del sol. Sueñan con llegar temprano al trabajo. «