América Latina es el epicentro de la pandemia y detenta el trágico segundo puesto en cantidad de muertes acumuladas por COVID-19. En nuestra región, el virus se encuentra con una realidad atravesada por contrastes e injusticias, características que marcaron al sur global históricamente.

La Ciudad de Buenos Aires, a pesar de tener un presupuesto que se compara con ciudades europeas, no es la excepción. Las villas y asentamientos crecieron a la par de la ciudad y forman parte del paisaje de los barrios. Si consideramos que el 40% de los habitantes del país son pobres, este fenómeno urbano podría caracterizarse como la realidad explotando en la cara de las zonas más ricas del país. Esa realidad, aunque naturalizada, atropella los derechos humanos: las familias villeras viven amontonadas, hacinadas en casas o casillas de una sola pieza, con acceso limitado a los servicios básicos de luz, agua y gas.

La Argentina, como casi toda la región, adhiere al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU que establece que “Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestimenta y vivienda adecuadas, y a una mejora continua de las condiciones de existencia.“Sin embargo, estamos lejos de cumplir esos objetivos y hasta podemos plantearnos si realmente se los ha concebido como metas realizables o como sueños a alcanzar en un futuro que nunca llega.

Los derechos humanos son un campo de disputa permanente. Allí, como en la economía y en la construcción de conocimiento, nada es definitivo: las ideologías se entrecruzan y ponen el foco sobre diferentes aspectos, evidenciando los distintos intereses que responden a un crisol de miradas diversas. En la actualidad, las políticas públicas de la Ciudad parecieran responder a la doctrina liberal dentro del espectro de doctrinas políticas de los DDHH. Según este planteo, una vez cubiertos los derechos humanos de primera generación (civiles y políticos) el Estado debe retirarse y dejar que naturalmente las libertades individuales sigan su curso. Esta visión de libertad, no como ejercicio sino como ausencia de interferencia, niega la ampliación de derechos económicos, sociales y culturales, sosteniendo que el acceso al libre mercado es la única garantía que le corresponde al Estado en ese plano.

Los tratados internacionales señalan la indivisibilidad e interdependencia de los DDHH: no alcanza con que los derechos de primera generación estén cubiertos mientras existan fallas tan evidentes en los derechos económicos, sociales y culturales. La nuestra parece ser una sociedad poco alarmada frente al hambre, aunque movilizada cuando las opresiones son sobre los derechos políticos y civiles. Incluso desde lo simbólico, muchas veces se estigmatiza a quienes tienen hambre, sin cuestionar ni exigir explicaciones a un mundo que sistemáticamente expulsa gente hasta el punto de que sufran por la falta de un sustento diario.

En este sentido, Oxfam advierte que el 1% más rico de la población mundial posee más del doble de riqueza que el 90% de la población, evidenciando la polarización social cada vez más aguda en la que vivimos, donde Latinoamérica puede dar cátedra sobre desigualdad económica. En nuestro continente, el decil más rico de la población concentra un 70% del total de la riqueza. Hay países donde incluso los deciles más pobres muestran una riqueza negativa: deben más de lo que tienen. La organización los llama “datos escandalosos” porque la conciencia colectiva no debería tolerar semejante atropello. Los lentes violetas nos revelan que esa desigualdad en Argentina, y en el mundo, se encuentra feminizada: en los primeros tres deciles de ingreso, alrededor del 60% se compone por mujeres según los datos oficiales.

En este tiempo pudimos ver cómo distintas villas del país, y del AMBA en particular, se volvieron objeto de interés de los medios hegemónicos locales. Semanas de falta de agua potable en el barrio vulnerado más grande de la ciudad, la villa 31, condujeron a una ola de contagios que evidenció las condiciones de desigualdad estructurales con las que conviven a diario habitantes de la Ciudad de Buenos Aires y del Conurbano que residen en villas, barrios populares y asentamientos. Esto resulta casi irónico, frente a la constante afirmación del Ministerio de Salud del lavado de manos como una medida de prevención fundamental frente al coronavirus.

En dicho marco, La Poderosa, organización de resistencia villera con presencia en varios barrios populares a nivel nacional, presentó una denuncia frente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el pasado 4 de mayo de 2020 con el apoyo de Nora Cortiñas, Adolfo Pérez Esquivel y varias personalidades y organizaciones sociales contra el GCBA por el abandono y la falta de agua potable durante esta crisis, reclamando por un derecho que debería ser de cumplimiento efectivo en todas partes del globo.

A la falta de acceso a servicios básicos, condiciones de higiene y vivienda dignas se suma otro incumplimiento grave de los derechos de segunda generación: los derechos económicos. Si bien no contamos con estadísticas públicas desagregadas por barrio, debemos tener en cuenta que el empleo asalariado no es una garantía para los sectores populares en América Latina en general y en Argentina en particular. Los ingresos de las mujeres, jefas de hogar en muchos casos, son menores a los de sus pares varones, fenómeno que se agrava cuando sus puestos de trabajo son informales.

No podemos permitir que la catástrofe humanitaria pase desapercibida haciendo que solo afecte a los que siempre estuvieron relegados. Para ello, la crisis debe funcionar como un despertar sobre el mundo injusto y polarizado que el capitalismo ha construido, trabajando para poner al mismo nivel los derechos humanos de segunda y tercera generación respecto de los de primera, con confianza en un futuro de pueblos libres pero igualitarios.