Un policía llega a una esquina, dispara y mata a una persona, un joven que no constituía un peligro para la integridad del policía, que igual gatilla. El joven muere y el policía dice que se le escapó el tiro. Una historia que se repite, siempre con los mismos actores y en el mismo escenario: una barriada popular. Jóvenes varones de los sectores populares mueren por accidentes policiales. La recurrencia pone en jaque la idea de accidente.

Sabemos que están muy mal formados. No saben disparar y no pueden detener a nadie sin abusar de la violencia física. La mayor parte de los policías que están en las calles, los suboficiales, han tenido una ineficiente formación. Respecto del uso de armas, la ineficiencia es una política institucional. En la escuela de policías, por los apuros de la formación y por el costo de las balas, disparan unas pocas veces. Luego, sin haber aprendido casi nada, los mandan a la calle con una pistola. Y, para peor, piensan que usarla es «ser un buen policía». En síntesis, no saben usar las armas y, sin embargo, las usan.

Ahora bien: el mismo policía que baja del patrullero con el arma en la mano y una bala en la recámara, en otros barrios y ante otros jóvenes, actúa de forma diferente. Sabe que en los barrios populares, su imprudencia, directamente vinculada a la horrorosa formación policial, puede quedar impune. Sus compañeros, algunos periodistas, unos cuantos vecinos y muchos integrantes de «la familia» judicial mirarán para otro lado o, peor, lo acompañarán silenciosamente, justificando su accionar. No fue un accidente. «

*Especialista en violencia institucional