El faraónico proyecto de la Red de Expresos Regionales (RER), que interconectaría toda la red ferroviaria metropolitana a través de 20 kilómetros de túneles e incluiría una no menos fantástica Estación Central debajo del Obelisco, fue anunciado por primera vez en mayo de 2015, en medio de la campaña presidencial de Mauricio Macri. Era una vuelta de tuerca megalómana de aquellos «diez kilómetros de subte por año» prometidos en vano, en campaña, para la Ciudad de Buenos Aires. Con un costo estimado de 2000 millones de dólares, fue la perla del Mini Davos organizado en el CCK en septiembre de 2016, cuando aún se hablaba del segundo semestre y la lluvia de inversiones. Dos años después, nadie menciona a la RER en el Ministerio de Transporte que comanda Guillermo Dietrich –que se cansó de posar para infinidad de fotos junto a maquetas, planos y renders del proyecto–; el llamado a licitación para la primera etapa, previsto para fines de agosto, volvió a postergarse sin fecha cierta; y en el organigrama de la cartera que ha hecho un culto a la «movilidad sustentable» ya ni siquiera hay un funcionario a cargo de la Unidad Ejecutora Especial Temporaria de la RER.

Suspendida la licitación de la primera etapa de la estación del Obelisco, que iba a ser el 27 de agosto, con la excusa de que aún se están realizado «ajustes técnicos» a los pliegos, es un hecho que la crisis financiera empujó a la RER al cajón del olvido. Había sido relanzada en marzo de este año con un presupuesto que se financiaría bajo la modalidad PPP (participación público-privada), pero ya en junio las primeras «tormentas» cambiarias y el regreso al FMI obligaron al gobierno a resetear el cronograma. Hoy, como señala el sitio especializado enelsubte.com, los siguientes tramos de la licitación, previstos para noviembre de 2018 y mayo de 2019, desaparecieron del micrositio de la web de Transporte dedicado a la RER.

Más allá de la polémica sobre la ecuación costo-beneficio de semejante obra –en buena medida «redundante» respecto de las líneas de subte ya existentes, que conectan todas las cabeceras del ferrocarril, y de su criterio hipercentralista en una ciudad que necesita sumar redes de tráfico transversal–, la fastuosidad de la RER no sólo prometió una vida sin transbordos para los porteños mientras les quitaba el tren a decenas de pueblos del interior bonaerense y el resto del país. También sirvió como pretexto para la liquidación sistemática de terrenos ferroviarios, liberados para desarrollos inmobiliarios privados, entre ellos el de la playa de carga de Colegiales (que terminó derivando en la enajenación de parte del campus de la UNSAM, para suplir la función que cumplían aquel predio y el de Retiro Cargas, liberado para la nueva Autopista Illia). La venta de esos terrenos se aprobó porque iba a ser destinada a financiar la RER, luego se sostuvo que los fondos se aplicarían a la construcción de los viaductos en altura de los ramales San Martín y el Mitre, y aun así se permitió a la Ciudad endeudarse en 100 millones de dólares para el mismo fin. También se levantó la playa de colectivos que funcionaba junto a Constitución, para construir una estación subterránea de la RER cuya licitación fue igualmente suspendida.

La RER no es la única inversión ferroviaria que entró en vía muerta. Inmediatamente tras el acuerdo con el FMI, quedó sin efecto la idea de adquirir 169 trenes eléctricos que iban a usarse en esa nueva traza y en el resto de los ramales metropolitanos. «