La frase que pronunció el papa Francisco –“la felicidad no es una app que se descarga en el celular”– tiene una gran riqueza semántica. Entre otras cosas, resalta cierta expectativa desmedida puesta en la tecnología.Es verdad que se han revolucionado muchas actividades cotidianas a partir de, por ejemplo, ciertas aplicaciones, pero hay quienes pretenden que se resuelvan problemáticas profundas gracias a una herramienta tecnológica: el GPS para los chicos en los viajes de egresados, fichas con registros individualizados de los estudiantes, cámaras de seguridad, etc. Recientemente me enviaron una gacetilla de una aplicación que les permite a los padres bloquear el teléfono de sus hijos hasta que estos no les contesten los llamados. ¿Quién puede creer que esa intervención puramente instrumental y punitiva es capaz de resolver un conflicto familiar?
Extrañamente para una sociedad que desconfía cada vez más de las empresas, los políticos, las religiones o los medios de comunicación, la promesa de la tecnología -renovada desde las publicidades y ciertos discursos masivos– nubla muchas veces el espíritu crítico y logra que alguien se gaste un sueldo entero en un celular que, en el mejor de los casos, le permitirá comunicarse con otros.

La tecnología no resuelve nada solo por el hecho de ser tecnología: es necesario pensarla, discutirla, comprender para qué nos puede servir o qué implica su uso. Solo al abrirla con la llave del espíritu crítico podremos averiguar si algo dentro de ese caballo de Troya nos resultará útil.