«Ocupar, resistir, producir». Las tres palabras en el mural condensan con sabiduría obrera la historia del frigorífico La Foresta. Un bravo toro cimarrón, seis fornidos trabajadores de la carne y una leyenda completan la imagen: «Una empresa recuperada». A esta altura del partido, ya nadie duda de que el muralismo es un arte social, político y sobre todo pedagógico. Los laburantes de la cooperativa matancera no tuvieron que cursar Historia del Arte para aprenderlo. Cuando franquean la entrada, elevan la vista y, antes de empezar la faena, el mural se los recuerda.

Es un miércoles tórrido en Virrey del Pino, a pocas cuadras de la Ruta 3, La Matanza profunda. Bolsito al hombro, a las 14 van cayendo, puntuales, los muchachos y las muchachas del frigorífico. Los recibe Cristian Montiel, presidente de la cooperativa y veterano del gremio: 43 años bien llevados sobre el lomo. Llegó a La Foresta en el ’93, con sólo 18. «Era pleno invierno y entré sonadito. Yo era un pibe, un ternero, y en la faena había mucho vapor y todo ese ruido de los animales, era raro. Y de a poco me fui curtiendo. No le podía fallar al viejo, que también laburaba acá desde el año ’73. Mis hermanos también, todos frigoríficos. De la carne somos». Montiel arrancó lavando y emprolijando las medias reses, y con el tiempo fue ganando confianza con el cuchillo y la chaira. Hoy son la extensión de sus manos.


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(Foto: Eduardo Sarapura)


A los veintipico, Montiel también se ganó su lugar como delegado. En esos tiempos, La Foresta era, junto al Yaguané, uno de los pesos pesados de la industria cárnica del Oeste. En el frigorífico se ganaban la vida 500 trabajadores.

En los últimos años del menemato, recuerda Cristian, llegaron los primeros síntomas de que la mano venía brava. «Primero los dueños se enterraron con un crédito del Banco Provincia. Después empezaron a pagar con fiambres. Los vendíamos en el barrio para hacer un mango extra». Estaban vaciando la empresa. En el ’99 se fueron a pique. Los patrones pidieron la quiebra y, en medio del naufragio, huyeron como ratas por tirante. Se exiliaron en Miami, donde hoy tienen siete fábricas de hamburguesas. Centenares de obreros quedaron a la deriva. Y con la larga lucha para mantener la fuente de trabajo, arrancó otra historia. Historia cooperativa.


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Víctimas del vaciamiento

Paso de manos en el sector privado, fondo de lucha, rifas, cortes de ruta, vaquitas en el barrio, colectas en los semáforos, tejes y manejes del sindicato. Durante varios años, los laburantes la tuvieron muy complicada para reabrir el frigorífico. «El gremio vino con la propuesta de la cooperativa. Pero querían poner el presidente, el secretario y el tesorero. Nosotros les dijimos que tenían que salir del seno de los trabajadores. Nos trataron de comunistas y se fueron», hace memoria Montiel de aquellos días difíciles.

Pero los trabajadores de La Foresta nunca bajaron los brazos. Se acercaron al movimiento de empresas recuperadas. «Hacer una cooperativa es fácil, el tema es ponerla en funcionamiento», sintetiza Marcelo «el Gaucho» Yaquet, responsable de la gestión del frigorífico. Conseguir las habilitaciones, desgranar los mil y un secretos de la producción, hacerles frente a las cámaras del sector. Todo les jugaba en contra. Sin embargo, contra viento y marea, el 25 de noviembre de 2006, unos 200 hombres llevaron adelante la primera faena en manos de los trabajadores. «Cuando entró la primera vaca, imaginate. La hicimos con los dientes. Teníamos unas ganas bárbaras de pelar vaquillonas, de ganarnos el primer retiro. Necesitábamos darles de comer a nuestras familias».


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Tuvieron épocas buenas, malas y hasta muy fuleras. Pero siempre salieron a flote, entre todos. «Acá se valora el conocimiento de cada uno de los trabajadores. Bajo patrón, era estanco e individual. Ahora es colectivo», saca pecho el Gaucho como si recitara sabios versos del Martín Fierro. Esa mochila de saberes se comparte. «Somos casi 200, y a los pibes se les enseña el trabajo, a sentir el cuchillo –precisa Yaquet–. Esta también es una escuela, donde formamos compañeros y compañeras en un oficio que se está perdiendo».

En la experiencia cooperativa de La Foresta todo se discute, a mano alzada, en la asamblea. «El patrón no escuchaba, y ahora todos tenemos libertad de expresión. Y mirá que son bravas las asambleas, casi 120 laburantes con el cuchillo en la cintura –se ríe Montiel–. Se habla de frente y siempre terminamos bien. Salimos y nos tomamos un tereré todos juntos. El trompa vivía en el country. Nosotros nos conocemos todos. Somos vecinos de la barriada».


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Abofeteada por la crisis de los últimos años, La Foresta le hace frente al tarifazo y a la descomposición económica del gobierno de Cambiemos: «De 110 mil pesos que pagábamos de luz, ahora nos viene una boleta de 650 mil. Cuando arrancamos, el kilo de animal en pie estaba $ 2,60, hoy está 60. El asado pasó de $ 8,50 a 175. Sobrevivimos porque hay otros frigoríficos que se cayeron. Es maquiavélico este sistema –reflexiona el Gaucho–. Nos alegra tener trabajo, pero nos amarga el desempleo que afecta a otros compañeros del sector». De los 10 mil trabajadores de la carne que había desde González Catán hasta el kilómetro 45 de la 3, hoy debe quedar un tercio. «Todos los lunes –cierra Montiel–, tenemos 60 personas pidiendo laburo o por lo menos una changa en la puerta de La Foresta». 


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Vaca muerta

Bañadores, guincheros, rajadores de pecho, sierristas: son las especialidades alineadas a lo largo de la noria que convierten la res en carne de gancho. Oficios que suelen heredarse. «Se llevan en la sangre», cuenta Miguel Aravena, el responsable de todo el proceso productivo. Ataviado de pies a cabeza de estricto blanco, tiene ojo clínico para chequear que el producto llegue «impecable» a la cámara. Ni aparenta sus 66 años. Dice que se siente con las mismas fuerzas de aquel pibe que llegó a los 10 desde Río Negro y tuvo que aprender el arte de la hoja afilada: «El trabajo del cuchillo es artesanal, acá las máquinas no sirven». Su experiencia en la cooperativa la resume con palabras directas, rápidas y precisas, como aconseja laburar a sus pupilos: «Acá nadie te rompe las guindas, como en la época en que el patrón se llevaba todo. Además, trabajar en la cooperativa me enseñó muchas cosas. Aunque sólo tengo sexto grado, ahora sé lo que es un gasto fijo, uno variable. Con la patronal éramos como un gancho. Si te rompías, fuiste».

Vapores, ruido mecánico, hormigueo de trabajadores y las reses que se deslizan desnudas hacia las cámaras. Chinchulines, tripas, sangre. El frigorífico devora todo en una pantagruélica digestión. Nada se pierde. Todo se aprovecha. En la caldera que alimenta la planta y cocina los mondongos trabaja Carlos Barbosa. Con fama de asador excelso, no le molesta el calor. Comparte la jornada con don Héctor Russo, el hombre maravilla del mantenimiento. «Todo esto se lo resumo en tres palabras: libertad, compañerismo y responsabilidad», detalla Russo los tres pilares que sostienen La Foresta. «¡Y también los asadazos!», complementa Barbosa.


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Hace cinco meses, Karen se acercaba a la puerta del frigorífico para ver si había una changa. Esta tarde tatúa las medias reses con un sellito antes de que ingresen al frío de las cámaras. «Tenía mis miedos, no lo niego. Pero acá estoy, todo se aprende en la vida», se despide la piba con una sonrisa y la dignidad dibujada en el rostro. La dignidad de los que son dueños de su trabajo. «


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(Foto: Eduardo Sarapura)