“El chico está irreconocible. Es prácticamente, de la cabeza a los pies, un solo moretón. Ventura me dice que sabe quién es. Que le dicen el Orejón y que es una lástima lo que le está pasando. Que es del barrio Los Pinos. Que había tenido lo suyo. Que la estaba peleando para no equivocarse más. Que había vuelto a la escuela. Que todas las semanas se atendía en el CPA de San Justo. Ventura insiste con que es una lástima y me cuenta que hará cosa de una hora el pibe con un par de amigos, con un arma de juguete, intentaron robar un auto. Que el dueño se avivó cuando notó que el gatillo del revolver era anaranjado. Y que empezó a darle una paliza y a gritar pidiendo ayuda. Que los otros dos con los que andaba el Orejón lo abandonaron cuando vieron que los vecinos salían de sus casas para también pegarle. Que se sentaron sobre él para inmovilizarlo mientras el resto lo pateaba. Ventura admite que ellos atendieron el llamado tarde, media hora después. Y que cuando llegaron lo encontraron al Orejón tirado en la calle, mal herido. Que no había nadie. Salvo el dueño del auto al que habían querido robar. Y que el tipo les contó lo que había pasado. Pero les dijo que jamás lo iba a admitir en una corte”. Leonardo Oyola, Kryptonita, 2011.

El libro del escritor de La Matanza llegó al cine y fue un éxito; luego también se adaptó al formato audiovisual que es el furor de la época, y la serie fue transmitida por Space. La historia narra la vida de Nafta Super y su pandilla de super héroes matanceros. Pero hay un personaje que no fue una invención de Oyola. El Orejón existió y se llamó Lucas Navarro. Aquí, su historia.

Linchado

La cobardía es un rasgo que comparten muchos hombres. Gastón y Horacio Ronda no fueron excepción. Tampoco Norberto y Adrián González. Ellos fueron los asesinos. Son los asesinos. Padres e hijos. En eso se convirtieron el 28 de marzo de 2010.

Aquella noche, Lucas Emmanuel Navarro tenía 15 años. Pesaba 48 kilos y había ido a robar con un arma de juguete. Sus dos compañeros se echaron a correr cuando vieron a los Ronda, a los González y al resto de los vecinos venir hacia ellos. El Orejón no pudo escapar. Alguien se sentó encima suyo mientras el resto lo pateaba. Hasta le echaron un cascote encima. Y cuando llegó el patrullero, los oficiales lo esposaron a él. Tuvieron que esforzarse para ajustar las marrocas. Tan flaco era, que el acero de las esposas sobraba en sus muñecas moribundas. Como no podía caminar, lo levantaron en el aire. Lo cargaron en el asiento trasero de la patrulla y murió antes de llegar a la guardia del hospital Diego Paroissien, en el kilómetro 21 de la Ruta Nº 3l. Allí transcurre la novela de Oyola. Una escenografía que de ficción no tiene nada. Sino un dolor grande, como el que carga Gastón, hermano mayor de Lucas, que durante siete años soportó el ninguneo de los fiscales, de los jueces, de los periodistas y panelistas que lo indagaban como policías cuando lo invitaban a programas de televisión para hablar del caso. Porque después de El Orejón, hubo más casos de linchamientos en distintos puntos del país. Entonces, los productores hurgaban en sus agendas y ahí estaba Gastón, el hermano del linchado de Isidro Casanova.

Lucas era un adolescente que había perdido a su padre, que tenía hermanos trabajadores, que pensó que la calle y su lenguaje, sus modos, eran el refugio para capear la tormenta. Se equivocó, es cierto. Pero ya nadie puede juzgarlo. Porque un grupo de ciudadanos “de bien” lo mató a trompadas y patadas. Hombres adultos, casados, con hijos, padres e hijos, unidos para matar a un niño y para silenciar el crimen.

Ser adolescente en La Matanza no es fácil. Lucas murió un año más tarde de la desaparición de Luciano Arruga en Lomas del Mirador. Aunque antes hubo un caso que fue bisagra. En octubre de 2008, Ricardo Barrenechea fue asesinado en San Isidro por un grupo de adolescentes de Villegas, Ciudad Evita, y San Petersburgo, Isidro Casanova, lo que motivó una feroz campaña mediática para bajar la edad de imputabilidad y señaló a los jóvenes de las barriadas periféricas como los responsables de la inseguridad. Quizás la construcción mediática del enemigo, también haya matado a Lucas.

Al que no mató el enjuiciamiento mediático fue a Gastón, su hermano mayor. Junto a su abogado Alejandro Bois lograron que los asesinos fueran llamados por lo que son: coautores del homicidio.

La tarea no fue fácil. En 2013, el Tribunal en lo Criminal Nº 5 de La Matanza absolvió de culpa y cargo a los cuatro acusados. La querella apeló el fallo y la Cámara de Casación provincial entendió que eran culpables y que debía realizarse un nuevo juicio para dictaminar la sentencia.

La semana pasada, el mismo tribunal, pero con otros jueces, resolvió que los encausados eran culpables del crimen de Lucas y dictó la sentencia de ocho años de prisión para los cuatro. Los abogados defensores apelaron la medida por lo que el fallo aún no quedó firme. Los homicidas permanecen en libertad.

“El abogado pidió 15 años y la fiscalía 5. Después de tanta lucha, es raro sentir que tuve suerte. En este tiempo, tuve ganas de dejar todo. Porque la Justicia – le dijo Gastón a Tiempo- te quiere cansar, insulta tu inteligencia. Cuando mataron a mi hermanito, la fiscal Silvana Breggia me dijo que no habían querido matarlo. Pero ¿qué buscaban cuatro hombres adultos, sentados sobre un nene que pesaba 48 kilos, indefenso, pateándolo, golpeándolo?”.

La respuesta se pudre en la boca de los asesinos.