Con mostaza y una gruesa capa de papitas paille. Así le gusta el súper pancho a Deadpool. “Salí muy temprano de Merlo y todavía no almorcé. Tengo más hambre que el Chavo del 8”, confiesa Brian, el joven detrás de la máscara de la estrella pistolera de Marvel Comics. Curtidas zapatillas negras, pantalón de gimnasia colorado, pasamontañas al tono y una bolsa de consorcio rojo shocking sobre su torso. “Es una versión bizarra. ¡Soy Pobrepool! En el cosplay también sufrimos el ajuste”, explica el fornido muchacho, que se gana el mango como empleado municipal en el Conurbano profundo.

Brian no es el único con hambre de gloria en la Usina del Arte. La entrada al histórico palacete de aires florentinos, en el sur último de la Ciudad, está superpoblada por estoicos héroes de cómic y personajes surrealistas de animé que le ponen el pecho al frío dominical. Todos quieren obtener el mejor lugar, para participar en el encuentro de la Asociación Internacional de Cosplay.

Antes de liquidar el pancho, Brian cuenta que para llegar a La Boca se tomó el Sarmiento hasta Plaza Once y después el 8. “Me tuve que cambiar en la puerta. En un encuentro de hace algunos meses casi me hacen una contravención por andar con la máscara y portando armas de juguete en la calle”, explica el antihéroe, y luego encara derechito hacia la puerta del centro cultural. Al despedirse, dibuja la “V” con sus dedos y agita: “Hoy me van a sacar muchas fotos, soy el Deadpool del pueblo, ¡bien peronista!”

Te conozco, mascarita
¿Qué siente uno al ponerse en la piel de un superhéroe? “Nada en especial, es un hobby como cualquier otro. Disfruto mucho usar la máscara, porque me libera, no tengo inhibiciones morales. Sin la máscara sería uno más”, asevera Julián, un comerciante de Temperley. Es su debut en los encuentros de cosplay, la disciplina parida en los años setenta en Japón, que nuclea a los fanáticos del manga y el cómic. Los cosplayers diseñan y fabrican su propia ropa y maquillaje para representar a sus héroes. “Es el primer traje que armo, y quedó medio raro. Me tiraron que era el Hombre Araña, el Hombre Hormiga y hasta un Power Ranger. En realidad yo también soy Deadpool. Ya voy a ir mejorando con la costura”, dice Julián y posa para las fotos exhibiendo su customizada tarjeta Sube, que lo acredita para viajar como un superhéroe hecho y derecho.
Su novia, Jacqueline, lo acompaña en la aventura. Vino caracterizada como Gumi, un personaje de Vocaloid, la aplicación musical que es furor entre los adolescentes. Mientras peina su larga peluca de color verde flúo, la chica confiesa: “Me encanta este juego, cambiar de personalidad, borrar la identidad que figura en mi documento. Durante un rato, dejás de ser vos.” Quizás Oscar Wilde estaba en lo cierto: una máscara puede decir mucho más que una cara.

Lorena tiene 32 años, es profesora de Biología y fanática del animé. Dice que es tímida. Muy tímida. “Pero con los años, con esto de encarar un personaje, me fui soltando”. Está lookeada como Saber Lily, una blonda guerrera con aires de lolita gótica, de la serie Fate/Stay Night. Cuenta que Saber Lily es un espejo donde se reconoce: “Es seria por fuera, casi una piedra. Pero en su interior es muy sentimental. Se parece demasiado a mí.”

El juego de la vida
Juan Domínguez es uno de los cráneos detrás de Tokyo 3, un emprendimiento nacional dedicado al vasto universo del manga. “Hoy estamos dando una mano en la organización. Con nuestro festival, Otaku Matsuri, llegamos a juntar más de 1500 personas. Lo hacemos cada tres meses”, dice. Según Juan, el mundo del cosplay es históricamente bipolar. Como si estuviese dando una clase de geopolítica, cuenta que la disciplina se divide en dos bloques bien definidos: el japonés, con la potencia del manga y el animé; y el de Estados Unidos, con su tanque estrella, el cómic. Sin embargo, en los últimos años, con el crecimiento exorbitante de la cultura gamer, un nuevo jugador irrumpió en el tablero: “Los videojuegos ganan cada vez más espacio –completa Juan–. En la cresta de la ola está League of Legends, tiene más de 70 millones de jugadores.”

Nadia exhibe con orgullo sus nueve colas. También sus orejas postizas y su ajustado vestido, inspirados en una de las protagonistas del juego top de la temporada. “Hoy vine como Ahri, de LoL. Es el personaje más elaborado que tuve que preparar. Me gasté 1500 pesos en el traje”, dice esta estudiante de Derecho, mientras juguetea con sus muchos rabos. “Igual que el zorrito de la mitología coreana, que suma una cola cada mil años, Ahri tiene nueve, y es una suerte de diosa”, comenta Nadia y sonríe ante los flashes que disparan los curiosos. La joven de Caballito cuenta que el cosplay la ayudó a superar momentos difíciles: “Mi ex pareja me maltrataba, me decía que no iba a llegar a nada. Yo me aferré a Ahri, ella me dio fuerzas. Ahora compito en los torneos Challenger de acá, donde conocí a mi nuevo novio.”

No muy lejos, en el stand de Retro Games, dos pibes disfrutan en éxtasis jugando al Súper Mario Bros. “Para algunos seremos nostálgicos. El tiempo pasa, pero al Family Game no hay con qué darle”, explican a coro Paris y Cristian, responsables del sitio web dedicado a los juegos clásicos. Para este dúo de fundamentalistas de la consola, la masificación y modernización del mercado no han cambiado el corazón de la actividad: “Los valores y los amigos son la esencia de los videojuegos”, asevera Cristian. En el plasma, el fontanero Mario pega saltos inverosímiles. Paris sonríe ante las piruetas del bigotudo y advierte: “Es nuestra cultura y siento que pertenece a un lugar que construimos desde chicos. Un lugar que nunca vamos a abandonar.”

Una familia muy normal
En la nave central de la Usina, los clones de Gatúbela, Iron Man y Visión se distraen sacándose selfies y chusmeando las novedades en los puestos de merchandising. Por 85 pesos se pueden conseguir las “Death Notes”, la agenda inspirada en un manga que garantiza la puntualidad y el orden para la rutina de un buen killer.

Cada vez falta menos para la gran final. La tensión se dibuja en las máscaras de los superhéroes. Pero no en la carita del pequeño Gojan. “Se llama Juan Cruz, es mi hijo, somos fanáticos de Dragon Ball”, explica Marcela, una sapiente ama de casa y experta cosmaker radicada en Hurlingham. “Los trajes los hago yo misma, todo fatto in casa”.

Sobre el escenario del auditorio, un caballero medieval swe enfrenta a sus fantasmas, armado sólo con una espada de madera. Desde las gradas, el público lo premia con una tibia ráfaga de aplausos. No muy lejos, el Capitán América se prepara para salir a escena. Su nombre civil es Sebastián, vive en Quilmes Oeste y trabaja en una compañía de seguros. “Esto es lo que más disfruto –confiesa antes de comenzar con su rutina de golpes al aire–, la parte en que te olvidás del mundo.” Sobre las tablas, el Capitán posa agitando su estrellado escudo. La platea delira y el aplausómetro alcanza su punto más elevado en la tarde de domingo.

Ajeno a la banal competencia, Pennywise, el payaso asesino de It, recorre los pasillos del centro cultural empuñando su afilada hacha y tres globitos. “Disfruto cuando los curiosos se acercan y me dicen que les arruiné la infancia”, cuenta Héctor, un metalúrgico de El Palomar. Es fanático de las películas de terror, en especial del personaje creado por Stephen King. Lo escoltan sus hijas Ludmila y Melanie, enfundadas en sus trajes de animé. También su mujer y fiel escudero, Natalia. “Soy un tipo muy normal y familiero. Acá disfrutamos todos juntos, y eso no tiene precio”, dice Héctor mostrando su sangrienta dentadura, y luego posa junto a sus hijas en una perfecta postal familiar. Antes de despedirse, el payaso accede a retratarse junto al cronista de Tiempo. “Pero tené cuidado –advierte–, si me sacás los globitos, ya sabés lo que te puede pasar.” «