Salimos del albergue en plena madrugada, bajo un cielo oscuro, sin luna ni estrellas. Caminamos iluminados por las linternas. Las manchas blancas de luz nos guiaban entre árboles que se acercaban o se alejaban hasta desaparecer transformando el paisaje en un pedrerío de montaña. Para ese entonces, ya éramos expertos. Estábamos en el cuarto día de una expedición que, aunque muy popular, no dejaba de tener el encanto de una aventura.

Tras una hora de caminata, o un poco más, llegamos a lo que parecía un barranco. Debajo no se veía nada por la oscuridad y las nubes. Sí, nubes debajo de uno, grises con fondos negros, difusas.
Por un momento nos sentimos volando, pero sabíamos qué hacer: sentarnos y esperar. Al rato comenzamos a notar un cambio, poco a poco la oscuridad cedía y la penumbra dejaba entrever detalles, el camino que seguía a la izquierda y detrás, las grandes rocas, la vegetación.

Las nubes, ya muy visibles, blancas, volubles, comenzaban a disolverse con el calor del sol que asomaba y el viento que subió de intensidad. Pocos minutos después comenzamos a entrever aquello por lo que habíamos caminado tantos kilómetros: por los agujeros que dejaban las nubes que se disolvían aparecían manchones de un verde intenso, mezclado con grandes moles de piedra. Un viento intenso removió los últimos trazos de unas nubes ya transformadas en neblina, y debajo nuestro apareció con toda su belleza y fuerza: era Machu Picchu.