El escritor Juan José Millás dice que la madre nos lleva nueve meses en su vientre y luego nosotros la llevamos dentro durante toda la vida. Es cierto. Bien pueden dar fe los psicoanalistas. Si de algo hablamos, tendidos boca arriba en el diván, mientras nos concentramos en las molduras del techo o en la arañita que teje su tela en las alturas en el ángulo entre dos paredes, es de esa mujer que habitamos una vez y que luego nos habitó para siempre.

Curiosamente, comienza a estar más instalada dentro de nosotros cuando ya no está afuera. A veces, hasta habla por nosotros desde su escondite secreto haciendo un ejercicio particular del arte de la ventriloquía. A propósito, la palabra ventrílocuo viene del latín y significa literalmente «hablar con el vientre», lo que lleva a pensar que si alguna vez ella estuvo embarazada de nosotros, nosotros tenemos por el resto de nuestras vidas un embarazo perpetuo de palabras maternas. Y en este embarazo poco importa la realidad biológica. También los hombres se embarazan de palabras de sus madres.

No es caprichoso pensar que existe una fuerte relación entre las palabras y la madre, porque nuestra lengua tuvo también una lengua madre. Aunque la palabra «latín» sea masculina, el latín es la lengua madre del castellano y de todas las lenguas romances. Y, aunque dicen que es una lengua muerta o quizá precisamente porque lo es, está presente en casi todas nuestras palabras aunque no podamos reconocerlo. Basta con consultar un diccionario etimológico para saber cuál es el árbol genealógico de cada vocablo que usamos a diario, qué lengua madre habla subrepticiamente a través de su lengua hija.

Pero no es necesario ser una persona o una lengua para ser una madre. ¿No existen acaso la tintura madre, la masa madre, las células madre, la Madre Tierra o Pachamama que generosamente nos ofrece sus frutos? ¿Y no son las matrioshkas o mamushkas rusas madres de juguete que alojan en el interior de sus úteros de madera una hija, que a su vez aloja a otra hija, que aloja a otra hija, que aloja a otra hija… en un juego de escondites que podría proyectarse al infinito?

Es curioso que una sociedad patriarcal como la nuestra haya elevado a la madre a la categoría de mito nacional. Quizá sea una forma de compensarla por los dolores que parecen haberle infligido los hijos desde que el mundo es mundo. Por algo suele decirse que no existe un dolor más intenso que el dolor de una madre. A Gardel no le alcanzó la vida para arrepentirse del dolor que le causaba a su pobre madre querida a la que tantos disgustos le daba. Por aquel entonces parece que el sufrimiento era casi un oficio que sólo podían ejercer las madres, tanto la que tenía cinco hijos y era una santa, como la que lavaba la ropa en el piletón del patio mientras el hijo se patinaba la guita en timba y mujeres.

Es también la sociedad patriarcal la que le levantó monumentos en lugares públicos, la que enseñó a leer a los chicos con frases como «mi mamá me ama» y «mi mamá me mima», la que la glorificó en los libros de lectura y le dedicó poemas sentimentales. La que propicia que en su día se le regalen electrodomésticos para hacer más feliz su esclavitud, la que a través de la publicidad la insta a comprar productos de limpieza que fueron diseñados por hombres inteligentes para que ella pusiera el cuerpo, la que le manda al señor Músculo a su casa para hacerla dichosa con la promesa de que tendrá un inodoro brillante y sin gérmenes. La que promovió la tautología desde un azulejo que, colgado en la pared, adornaba nuestro patio de infancia con la frase «Una madre siempre es madre». La que hizo de la maternidad algo tan sagrado que pretende convencernos de que ni la propia madre tiene derecho a decidir si tiene ganas de serlo. La que dictaminó que madre hay una sola y las llamó «locas» cuando se multiplicaron en miles de voces para reclamar no sólo por sus propios hijos, sino por los hijos de todas.

Fueron las Madres las que demostraron que se puede ser madre de manera colectiva, mal que les pese a los autores de frases cursis que pretenden ser ciertas.

Sería bueno en este Día de la Madre dejar de lado los estereotipos y desoír los avisos publicitarios para poder pensar realmente qué regalo le gustaría a la nuestra. Quizá sería más feliz si lográramos rescatarla del peso del bronce que pesa sobre la maternidad que si le regaláramos un perfume en el supuesto caso de que el pago de las boletas del gas o de la luz nos haya dejado algún resto.

Eso sí, de ninguna manera le regalemos un teléfono celular. El «chat de mamis» es la nueva esclavitud maternal que ha hecho posible la tecnología. «