Escribo estas líneas con más de 33 grados de temperatura y más de 80% de humedad. Añoro una lluvia que, finalmente, nunca se hará presente.

Y en estas condiciones, antes, tuve que pensar lo que ahora vuelco al papel: es probable que se note en el texto. Tengo mucho calor y me caben toda clase de asociaciones populares: estoy cocinado, frito, hecho sopa. Padezco mucho esta estación del año.

En los años recientes, al diagnóstico general hubo que agregarle el efecto de la sensación térmica, que de una vez y para siempre, llegó para quedarse. Calor con el desangelado bonus de la térmica vuelve elemental toda razón e infernales importantes momentos del día y especialmente de la noche, donde no hay turbo mas turbo mas turbo que alcance. Me dirán, y les daré la derecha de inmediato, que mucho peor la deben estar pasando los australianos, con 45 grados promedio, con terribles incendios forestales, y con humo que se mete en todos lados. Al lado de ese drama ambiental, lo que me convierte en un espalda mojada en la ciudad, no es nada. Aquí, en algunas horas, ni el loro queda por las calles. Allá, el fuego indomable horneó a millones de koalas, marsupiales y canguros y algunas especies quedaron afectadas para la eternidad, pobrecitas.

Otro de los motivos por la que entre estación del año y yo hay algo personal es la estrategia de aligeramiento que lo caracteriza y que se mete en todo y con todos. En términos, digamos, intelectuales y en situación de vacaciones disminuye notablemente todo lo que la condición humana puede llegar a plantearse. En parte es lógico, porque rodeados de arena y bronceadores, de reposeras y chapuzones, de toallones y pelotas multicolores, ningún interrogante pasará a la historia. ¿Me pongo de espalda o de panza?; mami, ¿otra vez sándwiches de milanesa?; mirá esas nubes, ¿está anunciado lluvia?; vieja, ¿caminamos por la costa o vamos por la peatonal? Paradigma de esa liviandad es la decisión de señales de aire y cable de televisión de mandar a enviados especiales a distintos destinos costeros, solo para generar contenidos tan desechables para los que pisan la arena como para los que los sintonizamos a cientos de kilómetros de las olas, el viento y el zucundún (vaya antigüedad). Y ni hablar de los fastidiosos lugares comunes del verano, desde la escasez del agua a los cortes de luz, las tormentas que dan miedo porque parece que llegan a llevarse todo puesto, heladeras flacas de frío y motores sobrepasados de temperatura, las repetidas recomendaciones para evitar el golpe de calor, la exigencia de beber hectolitros de líquidos y recomendaciones útiles, pero tan lamentablemente ignoradas como usar el aire acondicionado a 24 grados. En estos días me sorprendió una publicidad callejera del Gobierno de la Ciudad que en el marco de una solicitud entendible (cuidémonos del calor) ofrece un servicio discutible llamando al número 107. ¿Qué decirle al que atienda esa emergencia?: «Señorita, amigo, llamo porque tengo mucho calor». Muy pronto nos recomendarán bajar la app. verano porteño, que tampoco servirá para nada.

Dicen de los veranos que es un tiempo en que la ciudad se vacía se rajan, pero aquello de “las bien merecidas vacaciones” no es para todos. Como se sabe el del calorón es, entre otras cosas, un tema de conversación. Preguntado alguien si ya se tomó o se tomará unos días, que duro es escuchar de un interlocutor: “Yo ando de vacaciones hace un año. Estoy desocupado”. Infelizmente, respuestas similares pueden escucharse en boca de hombres y mujeres que, por razones de fuerza mayor, se vieron privados de su descanso anual. Durante años se sostuvo la idea – que ya muy pocos estaríamos en condiciones de apoyar – que en los 90 días de hartante estío (para colmo en 2020 por su condición de bisiesto las jornadas serán 91) aquí no pasa nada. Que la Argentina es un antes del 20 de diciembre y un después del 21 de marzo.

Eso ha cambiado. Lo comprueba la híper actividad política, económica, social e informativa entre las elecciones y hoy, en donde pasó de todo, mucho de lo cuál nos calentó el corazón. El gobierno que se fue enfrió de tal modo la economía que nos dejó re calientes a todos. Bah, a todos no, se ve que pasarla en un freezer a algunos les sigue gustando. El nuevo gobierno, apenas llegó, manifestó el refrescante propósito de poner de pie al país. Pero, como el sol no afloja, marchar a paso apretado nos hace transpirar la camiseta. A ducharse entonces y a seguir para adelante, que, en un rato, dijo el pronóstico, que refresca. Las rigurosas marcas térmicas dan más para la confusión que para la metáfora. Por ejemplo, cuando sumidos en el estrago de la canícula formulamos una opinión ofensiva sobre el país en el que nacimos y en donde pasamos el verano. ¿Quién, en su malsano juicio, alguna vez no pensó y puso en palabras que semejante calor podía corresponderle, únicamente, a un país de mierda?

Estoy abrasado, sofocado, reventado de calor. Terminar esta columna me hizo sudar la gota gorda. ¿Quedó claro por qué no me gusta el verano?  «