“Durante la Guerra de Malvinas mi corazoncito estaba en la Argentina”, dice el reconocido periodista, escritor y traductor Andrew Graham-Yooll, quien acaba de reeditar Buenos Aires, otoño 1982. La guerra de Malvinas según las crónicas de un corresponsal inglés. La aclaración es válida porque el “corresponsal inglés” es en realidad angloargentino. El libro fue publicado originalmente por Marea en 2007 y vuelve a salir por la misma editorial.

 “Pertenezco –le dice a Tiempo Argentino- a dos culturas, a dos idiomas. Yo quería vivir aquí, pero mi familia estaba allá. Cuando estalló la guerra, como comenté con un compañero que estaba en mi misma situación, sentimos que se divorciaban nuestros padres”. Vivió 20 años en el Reino Unido y ahora reside en Entre Ríos, Argentina. En 1982 viajó a Buenos Aires como corresponsal del diario The Guardian y durante tres meses cubrió desde esta ciudad “la guerrita”, como le decían los ingleses, para los lectores británicos.

 “Cuando llegué a Buenos Aires, -dice- me enteré de que había tres pedidos de detención en mi contra. Uno en San Isidro y otro en San Martín por haberle realizado entrevistas a los cabecillas de la guerrilla. El tercero era de Azul porque mi nombre fue encontrado en la libreta de un miembro del ERP». 

“El gobierno inglés pensaba que era posible un triunfo argentino”, cuenta. Y visto en perspectiva este temor parece increíble. “¿Por qué le parece increíble?», pregunta. Y se responde: «En Malvinas había 5000 soldados. Esos son muchos efectivos y el número era amenazante. Además, se acercaba el invierno y los bombardeos comenzaron recién el 1° de mayo. Lo que no se sabía es que los soldados argentinos no estaban entrenados, no tenían la ropa adecuada y también estaban mal alimentados, así no tenían posibilidades de defenderse. Estaban en total inferioridad de condiciones. Los máuser que tenían eran de un diseño de 1909. Sin embargo, pelearon muy bien. Fueron los oficiales argentinos los cretinos en relación con su tropa. Balza tiene fama de haberla respetado, pero muchos oficiales fueron una porquería. Los militares ya habían fundido la Argentina y, además, fracasaron en lo único que se suponía que sabían hacer que es defender las fronteras. Alfonsín recibió un país en default.”

 Refiriéndose a la actitud triunfalista que se vivía frente a la guerra en estas latitudes, dice: “Esa actitud es propia de los argentinos para los que todo es fútbol. Un día llenan la Plaza de Mayo en apoyo a la guerra en el mismo lugar en que habían sido reprimidos y se los volvió a reprimir cuando informaron que habían perdido la guerra. Cuando se llenó la Plaza en su apoyo, Galtieri recibió la mayor sorpresa de su vida. Los que manejaban las cámaras, fuertes y grandotes, lo levantaban y de este modo los pies de quien en ese momento era el presidente de la Nación no tocaban el piso. ” 

Entre las interesantes crónicas de su libro, figura un encuentro con Borges en el momento en que llegaba el Papa a la Argentina. “Borges –cuenta- sacó a relucir su entrevista de siempre sobre su pasado militar y su pasado inglés. Fue cauto. No habló de las Malvinas ni del Papa».

La tarea de Graham-Yooll terminó de manera abrupta el 23 de junio de 1982. En su libro recoge lo sucedido en un artículo que se llama “La paliza del adiós.” Durante todo el día había recibido llamadas telefónicas extrañas. Una voz le preguntaba por un tal Gómez, si el lugar en el que estaba era una casa o un hotel. Luego hubo amenazas “algunas fuertes, otras suaves, cautelares. Pudo haber sido peor”. La guerra había terminado, el Papa se había ido y el periodista pensaba en comprar regalos para sus hijos, en tomarse vacaciones. A las dos de la mañana salió a la calle. En la esquina de San Martín y la avenida Leandro Alem, frente al Sheraton, tres hombres se bajaron de un Falcon rojo, mientras un cuarto se quedaba en el auto. Le dijeron: “Sabemos quién sos, hijo de puta”, lo tiraron al suelo y comenzaron a patearlo hasta que se acercaron cuatro hombres y una mujer. 

“Estuve un año mal de un riñón”, le dice a Tiempo. Los hombres esperaron pacientemente a que terminara de vomitar su cena y lo acompañaron a una pequeña fuente para que se lavara. Al día siguiente sus compañeros lo llevaron Ezeiza para que regresara. Se fue sorprendido de que alguien se atreviera a ayudarlo por lo que eso suponía en una dictadura como la que vivió la Argentina. “Cuando le conté a Solari Yrigoyen, que estaba en París, se sorprendió de que alguien hubiera reaccionado en esas circunstancias”. Atribuye lo que le sucedió tanto a sus antecedentes del pasado como a lo que estaba haciendo en ese momento. 

Un dato  que aporta es que Margaret Thatcher estaba harta de las Malvinas. Les sacó la nacionalidad a los isleños y quiso desmantelar todo, “pero los militares argentinos se creyeron más vivos e hicieron el desembarco. Había muchos generales, almirantes y comodoros y todos querían su porción de pizza.” Cuando se le pregunta si cree que lo ingleses nos las hubieran devuelto en ese momento, dice: “Eso no lo creo, pero podría haberse llegado a otro tipo de acuerdo como tener dos banderas u otro tipo de solución. Por otra parte, yo no creo que las Malvinas sean argentinas, aunque sí me parece que deberían serlo.” 

“¿Qué opina del manejo que el gobierno de Macri está haciendo de Malvinas?”: “Creo que (la canciller argentina) Malcorra ha consensuado que no se hable del tema por un tiempo. Sólo dos gobiernos lograron un acercamiento a Malvinas: el de Illia, que siempre reservó dos camas en el Hospital Británico para los isleños, además del famoso vuelo a Malvinas del 64, y, a pesar de que Menem no nos guste nada, creo que también Guido di Tella tuvo una visión de futuro respecto del tema.” 

El libro incluye, entre otras notas, una entrevista que hizo para en 1991 para la BBC al general Menéndez. Cada artículo constituye una pieza más del complejo un puzle de lo que fue la Guerra de Malvinas cuyos ecos no sólo no se han acallado, sino que tienen una presencia candente y conflictiva en el presente argentino.