Patricia Bullrich no se privó de opinar por televisión sobre la matanza de San Miguel del Monte. Lo hizo con su habitual gestualidad: dientes apretados, casi sin mover los labios y esquivando las miradas de los entrevistadores (Ernesto Tenembaum y María O’Donnell, de NET TV). Así dijo: «Considero que no se puede explicar esto como una simple persecución». Y agregó que la pesquisa «tirará de una piola algo que va más allá de eso».

¿Hablaba así porque los policías causantes no pertenecían a una fuerza bajo su ala o por una rivalidad con su par provincial Cristian Ritondo?

Pero este esgrimió una tesitura idéntica. «La policía en esa ciudad venía perdiendo la confianza, y esa confianza hoy ya era nula.»

Aquella lectura no parece ajustarse a la verdad. La intendenta de Monte, Sandra Mayol (del Frente Renovador), supo manifestar su beneplácito hacia los uniformados del municipio hasta horas antes del hecho. Tanto es así que solía ufanarse de sus operativos callejeros, además de difundir fotografías por las redes sociales donde se la ve sonriente junto al jefe de la comisaría local, Mario Mistretta, su segundo, Julio Micucci (ambos ahora desafectados), y los siete detenidos por la masacre.

De modo que resultó notable el empeño de los dos ministros por instalar la impostura de un entuerto previo entre víctimas y matadores (hasta se echó a correr el rumor de un chantaje al conductor del Fiat 147, Aníbal Suárez, de 22 años), con el propósito de desdibujar su verdadero motor: la llamada Doctrina Chocobar, que alienta los fusilamientos por la espalda de simples sospechosos.

En tal maniobra seguramente incidió el estupor causado por lo ocurrido en la «parte sana» de la población y la postura crítica de cierta prensa que, por lo general, omite o deforma los casos de gatillo fácil.

Claro que la pena de muerte extrajudicial no sólo es para el macrismo una política de Estado sino también una cuestión de marketing.

Por tal razón, la señora Bullrich diferenció esta trama de otras no menos alevosas, como el crimen en Bariloche de Rafael Nahuel. También reiteró su apoyo al suboficial Luis Chocobar; tildó de «construcción» el ahogamiento de Santiago Maldonado en medio de un ataque represivo, no sin extender dicho concepto a la desaparición de Luciano Arruga (ocurrida antes de la gestión del PRO); calificó de «militantes» a los magistrados que resuelven procesamientos o condenas a policías por delitos de sangre, además de fustigar a organismos como la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

Ritondo en cambio, fue más moderado, puesto que únicamente expresó una indignación de tipo topográfico: «Estamos hablando de un pueblo donde todos se conocen; ahí no tenemos la locura de ciertas zonas del Conurbano donde la policía puede confundirse».

¡Pobre! El azar lo puso ante esta tragedia justo después de que Mauricio Macri lo eligiera para liderar la lista de candidatos a diputados en el distrito más poblado del país. Una ilusión que ahora se le escurre entre los dedos.

No menos ingrato es el destino de Bullrich. Su ensoñación por secundar a Macri en una fórmula presidencial se fue desdibujando al compás de ciertos embates del presente.

El más contundente fue el fallo de la Cámara Federal de General Roca, que demolió su relato sobre la manera en que murió Nahuel. Aquella versión insistía en que ocurrió durante un «enfrentamiento armado» entre miembros de la comunidad mapuche a la que pertenecía la víctima y la Prefectura, pese al carácter contundente de las pruebas sobre un acribillamiento por la espalda.

No menos lapidario para la ministra resultan las revelaciones surgidas en el expediente que instruye en Dolores el juez federal Alejo Ramos Padilla sobre una red de espionaje y extorsión integrada por personal de inteligencia, reputados miembros del Poder Judicial y ciertos funcionarios. La ministra no sería ajena a tal lote. Su vínculo con el espía polimorfo Marcelo D’Alessio así lo acredita.

Más allá de estos escollos de reciente data, cuando concluya su paso por el Ministerio de Seguridad, ella habrá dejado en las estadísticas su impronta.

Cabe destacar que hasta el inicio de su gestión solía haber alrededor de 152 víctimas anuales de asesinatos policiales, ya sea en casos de gatillo fácil o en muertes por torturas en comisarías. Pero bajo el régimen de Macri el conteo creció de modo exponencial: 725 víctimas entre comienzos de 2016 y fines de 2017. O sea, 362 víctimas por año, lo cual establece una muerte cada 23 horas.

De esa sumatoria de hechos y circunstancias  no sólo se desprende que la vida política de Bullrich avanza hacia una etapa cargada de incertidumbre sino que, en un futuro no lejano, cuando la pesadilla acabe, deberá también dar explicaciones. «