No tengo más de 70, aunque estoy cerca, pero eso no me impide estar implicado por el escándalo de esta obligación para los mayores de 70 años de pedir un permiso para salir a la calle.

La responsabilidad del Estado en cuidar a los cuidadanos es indiscutible, y los esfuerzos que se han hecho estas semanas de cuarentena necesaria son enormes e inéditos y se deja ver un consenso notable en la emergencia. En respuesta una comunidad tan frecuentemente tonta en su idea de la transgresión ha respondido con una responsabilidad sorprendente. Pero este “permiso” atraviesa un límite donde el altruismo puede encontrar una cara lamentable. No se necesitó ni a la ciencia ni a la psiquiatría, ni al psicoanálisis para entender los estragos subjetivos que causa el tomar a alguien como difunto, sin función. Un pastor en islas melanesias en el siglo XIX (Leenhardt, “Do Kamo”) ya había descripto esos efectos cuando se condenaba a alguien por un crimen no con un castigo físico ni limitando su libertad sino declarándolo “difunto”.

¿Exagero haciendo esta comparación desagradable? De ninguna manera.

Cuidado con el exceso de cuidado con aquellos que son cuidadosamente llamados “adultos mayores”. Cuidar puede ser invalidar y eso no hace sino fortalecer las condiciones para que alguien baje los brazos. Es decir para que se entregue a lo peor que anida en cada uno. Queremos que no se enfermen y se mueran y los declaran difuntos… Mejor volver a apelar a la responsabilidad y alentarlos firmemente a resistir, que es lo que vale para todos.

Tenemos en este país una experiencia colectiva enorme sobre las consecuencias de los colapsos económicos, pero no la tenemos respecto de una pandemia. Los esfuerzos no deben ser ingenuos, a veces, como enseñó J.Lacan queriendo el bien del otro se obtiene su mal.

Como dice Manuel, mi nieto de 2 años: “Así no».