“Si algo nos ha enseñado la historia de la evolución es que la vida no puede contenerse, la vida se libera, se extiende a través de nuevos territorios y rompe las barreras dolorosamente e, incluso, peligrosamente”, dice el personaje del doctor Ian Malcolm en la película Jurassic Park, para explicar que, allí donde tiene una oportunidad, “la vida se abre camino”.

Más allá de si se puede o no considerar a los virus como seres vivos -depende de qué criterios se utilicen para esta definición- no cabe duda de que estas partículas infectivas están sumamente especializadas en la estrategia vital de “abrirse camino”.

Millones de años de evolución, de infinitos sucesos azarosos, de pruebas y errores y más pruebas y más errores, les han permitido adaptarse a casi todos los ecosistemas de la Tierra. De hecho, los virus infectan a todas las especies que habitan nuestro planeta. Hay virus para todos: animales, plantas, hongos, protozoarios, bacterias… incluso hay virus que infectan virus.

Si se acepta el cálculo de que habría unos diez millones de especies distintas tratando de convivir en este mundo y que -se estima- cada una de ellas estaría siendo infectada por diez a cien virus diferentes, se puede tener una idea aproximada de la variedad de virus que podrían andar dando vueltas por el globo terráqueo.

De los que infectan a los seres humanos se conocen más de 200. Uno de ellos es el nuevo coronavirus (2019-nCoV), conocido más popularmente como “COVID-19”, por el acrónimo inglés de “Corona Virus Disease 2019” (enfermedad del coronavirus 2019).

Nada de esto fue un error

El genoma de los virus suele “sufrir” una tasa elevada de mutación. En otras palabras, cuando se ponen a hacer copias de su material genético para replicarse y generar progenie, los virus “se equivocan” frecuentemente. En particular, los virus cuyo material genético es el ARN (ARN virus) pifian más de la cuenta, porque la proteína encargada de hacer las copias (la polimerasa) no tiene la capacidad de corregir su trabajo. “No tiene edición de copia”, dicen los científicos. Es así que, de manera azarosa, van cambiando su genoma con frecuencia.

El efecto de este fenómeno puede verse con un ejemplo: entre nuestros primeros ancestros -que vivieron hace unos 8 millones de años- y los Homo sapiens actuales (nosotros) el genoma humano -cuya polimerasa sí tiene edición de copia- cambió alrededor de un 1%. Entretanto, el genoma de los ARN virus puede cambiar más del 1% en cuestión de días. Y el COVID-19 es un ARN virus.

Puede tenerse una idea de la variabilidad del COVID-19 explorando la base de datos del Centro Nacional de Información Biotecnológica de los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos, donde se describen virus aislados durante esta pandemia obtenidos de distintos pacientes internados en diferentes lugares del mundo.

“Esa alta tasa de mutación hace que la progenie no sea idéntica a la cepa parental que le dio origen”, consigna el virólogo Diego Flichman, investigador del CONICET en el Instituto de Investigaciones Biomédicas en Retrovirus y SIDA. “A esa diferencia con el original los científicos le decimos ‘error’. Pero, para el virus, es una ventaja. Porque el error es lo que le permite al virus generar variantes que puedan eludir el sistema inmune del huésped, o la acción de un antiviral, o de una vacuna o, también, dar el salto de especie”, explica. “Si los virus no ‘cometieran esos errores’, se habrían extinguido”, ilustra.

Mil intentos y un invento

Los virus no pueden sobrevivir mucho tiempo “a la intemperie”. Necesitan encontrar rápidamente un huésped. Allí, podrán “refugiarse” de los factores ambientales que pueden destruirlos y, también, utilizar las células del hospedador para replicarse. Paradójicamente, muchos virus terminan matando a quien le da ese asilo vital y, de esta manera, autolimitan su expansión. “La muerte del hospedador es un efecto colateral. A ningún virus le conviene que se muera el huésped”, acota Flichman.

Los virus exitosos son aquellos que lograron adaptarse a un huésped sin provocarle daño. Por ejemplo, el virus del dengue vive en el mosquito Aedes aegypti sin que el insecto se entere; el hantavirus se acomodó en el cuerpo de algunas especies de ratones y todos conviven sin problemas. De igual manera, el COVID-19 se afincó en algunos murciélagos. Esos reservorios -así se los llama- le posibilitan al virus seguir multiplicándose y, cuando aparece una oportunidad, tratar de dar el salto de especie.

En diciembre, el COVID-19 logró pegar el salto hacia la especie humana. Si tiene éxito, lo tendremos con nosotros todos los años, como el virus de la gripe A. Si no, tiene al murciélago como “aguantadero” para esperar otra oportunidad. En 2003, el coronavirus del SARS intentó quedarse en los humanos y no pudo. Pero sigue replicándose y generando nuevas variedades en los murciélagos. Tal vez, más adelante, vuelva a intentarlo. En este caso, según parece, el COVID-19 no se habría generado a partir de variedades del SARS, sino que sería un nuevo coronavirus.

La estrategia del disimulo

En 1980, pudimos erradicar la viruela porque el virus no tenía un reservorio en otro animal. Pero, también, porque la enfermedad generaba síntomas en todos los infectados y, además, porque el período asintomático previo (incubación) era breve. Esto facilitaba el diagnóstico temprano y permitía aislar preventivamente a los enfermos y, así, evitar la diseminación.

El sarampión tampoco tiene otro reservorio más que el ser humano. Pero tiene un período de incubación de unos 10 días y puede empezar a transmitirse hasta 4 días antes de la aparición de erupciones en la piel. Por eso es tan contagioso.

“Para el virus el síntoma es algo muy malo, porque nos alerta y nos permite tomar medidas sanitarias. Por ejemplo, en el caso del HIV, una de las ventajas que tiene el virus es que en la mayoría de los casos no presenta síntomas durante años, y si la persona no está diagnosticada va a seguir transmitiéndolo. El as de espadas del virus es transmitirse sin darse a conocer”, señala Flichman.

Un estudio reciente sobre el tiempo que tarda el COVID-19 en hacerse visible indica que su período medio de incubación es de alrededor de 5 días. No obstante, los autores del análisis aclaran que los casos que estudiaron podrían representar en exceso a los casos graves, cuyo período de incubación puede diferir del de los casos leves. Otro estudio dice que el período medio de incubación es de 4 días. (Ver recuadro abajo)

En cualquier caso, no se sabe en qué momento empieza a transmitirse el COVID-2019. “Se cree que las personas son más contagiosas cuando presentan síntomas más fuertes”, dice el Centro de Control de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés). Inmediatamente después, la reputada institución advierte con seriedad: “Podría ser posible que haya algo de propagación antes de que las personas presenten síntomas”.

“De todos modos, es probable que haya casos asintomáticos o con síntomas mínimos”, aclara Flichman.

Los números mágicos

Desde el punto de vista epidemiológico, hay dos parámetros fundamentales para predecir la incidencia de la pandemia sobre la población: la mortalidad y la transmisibilidad.

Es muy difícil calcular la tasa de mortalidad durante el curso de la infección porque, para ello, habría que conocer el número total de personas infectadas. Y eso, hoy, es imposible: porque el sistema de salud no está registrando a las personas asintomáticas o a las que tienen síntomas leves y no van al hospital.

La verdadera mortalidad del COVID-19 la conoceremos seguramente después que haya finalizado la pandemia, el día en que se pueda conocer cuántos individuos estuvieron expuestos al virus mediante la detección de anticuerpos en la sangre de un número significativo de personas de la población. Mientras tanto, solo puede estimarse. Y hay estimaciones científicas actuales sobre la mortalidad del COVID-19 que dicen que estaría rondando el 5,7%. “Probablemente, la mortalidad es mucho menor”, afirma Flichman.

El otro parámetro, la transmisibilidad, también tiene un número: el R0. Se lo denomina “número reproductivo básico” y se utiliza para estimar la velocidad con la que una enfermedad puede propagarse en una población. R0 es el resultado de una ecuación que considera numerosos factores que influyen en la transmisión del patógeno, como las características del virus, del ambiente y de la población.

Es un número que da una idea de cuántas personas se contagian a partir de una persona infectada. Por ejemplo, el R0 del sarampión está entre 16 y 18, lo cual significa que, en el comienzo de una epidemia, un infectado puede contagiar, en promedio, a 16 a 18 personas. Es un número alto y dice que el sarampión es altamente transmisible. Sobre todo si se lo compara con el del SARS, responsable de la epidemia de 2003, cuyo R0 está entre 2 y 5; o con el del virus H1N1 de 2009 que tiene un R0 entre 1,2 y 1,6.

Para las autoridades sanitarias, ante la aparición de un nuevo virus, un R0 por encima de 1 dispara el alerta, mientras que un R0 menor que 1 augura que no habrá epidemia. Para el COVD-19, las primeras estimaciones del R0 varían, según quien las efectúe, entre 1,4 y 5,5.

Más habitual de lo que parece

“Saltos de especie de virus al humano deben de haber muchísimos todos los años en distintas partes del mundo”, considera Flichman. “Pero puede suceder que el infectado se muera y el virus no prospere, o que el virus prospere en ese individuo pero no llegue a transmitirse a otra persona. Porque el virus necesita un tiempo crítico para adaptarse al nuevo hospedador”.

Desde la década del ’60 hasta ahora, se identificaron siete variedades de coronavirus que son patógenas para el ser humano. Cuatro de ellas, afectan prácticamente a todas las personas en diversos momentos de la vida provocando afecciones como conjuntivitis, resfríos o trastornos gastrointestinales. Lograron atravesar la barrera del salto de especie y adaptarse a vivir entre nosotros.

No ocurrió lo mismo con el coronavirus que provocó la epidemia de SARS en 2003 ni, tampoco, con el que produjo el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS, por sus siglas en inglés) en 2012. Veremos qué sucede con el COVID-19.

“Podría decirse que los virus que provocan alta mortalidad es porque no lograron adaptarse a ese huésped”, hipotetiza Flichman, y ejemplifica: “El Ébola, por ejemplo, tiene una tasa de mortalidad de alrededor del 50% y, pese a sus intentos, todavía no pudo prosperar en el humano. Quizás, dentro de cientos de años, surja una cepa de Ébola que cause infecciones asintomáticas en el humano. De esa manera va a poder permanecer en el hospedador y transmitirse”.

Si bien la ciencia no cesa en el descubrimiento de virus nuevos, la mayoría de ellos no son nuevos. Probablemente han estado “escondidos” durante miles de años en distintos hospedadores. “Estamos rodeados de virus que están esperando su oportunidad”, afirma Flichman. “Lo raro es que esto que está sucediendo hoy con el COVID-19 no ocurra más seguido”.